EL ARREPENTIMIENTO EN LA VIDA DEL CREYENTE

“Si decimos que no tenemos  pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y lim­piarnos de toda maldad.” (1 Juan1:8-9)

Luego de que el perdón y la salvación han alcanzado la vida del creyente por el glorioso Evangelio del Señor Jesucristo, en arrepentimiento y fe (Mr.1:15); lue­go de haber sido rociados con la sangre del Pacto Eterno de Dios (1 P.1:2), purificados de maldad (1 P.1:22); iden­tificándonos con su muerte y su resurrección para andar en nueva vida (Ro.6:11); luego de tantas verdades gloriosas y maravillosas para la vida de los hijos de Dios, las cuales no alcanzamos a mencionar todas (Ef.3:8), nos enfrentamos a una realidad que cada cristiano ha tenido que asumir desde su conversión: nos enfrentamos al hecho de que el cristiano vuelve a pecar.

Iden­tificándonos con su muerte y su resurrección para andar en nueva vida (Ro.6:11).

Los que han sido salvos por el Señor se enfrentan cada día a tentaciones, a pruebas, al diablo y a situaciones que les son propicias para que su carne aflore, y los vuelva a lle­var a la lamentable condición de pecar contra Dios. Pero Dios, que es Sabio, no es indiferente a la realidad huma­na que, incluso como hijos, se experimenta día a día. Por esto, el Poderoso y Sabio Señor ha provisto, no solo que en Su Hijo Jesucristo se encuentre salvación y vida eterna, sino también el oportuno socorro y provisión para que, si peca­mos, seamos nuevamente devueltos a la comunión con nues­tro Señor por medio de un arrepentimiento genuino en Su Hijo Jesucristo.

El pecado, una realidad que el creyente no debe ignorar

Primero se debe tener más conciencia de esta realidad que afecta a los hijos de Dios, pues se podría llegar a pensar ingenuamente que, siendo ya salvos de la ira venidera y per­donados los pecados, no se peca más, que el pecado es cosa solamente de un pasado distante en el cual no conocíamos a Dios. Poco tiempo basta al nacido de nuevo para darse cuenta de que esto no es así, porque pronto nos enfrentamos a la realidad de que hemos vuelto a fallarle a Dios, quien nos ha dado todo en Su Hijo.

Con todo, no falta quien se crea justo en su propia opi­nión. Por esto tenemos la Palabra de Dios, la cual da cla­ridad en este punto cuando dice: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Jn.1:8). Esto es lo primero que se tiene que admitir. ¡Sí! Se peca, y no solo una vez, sino muchas, aún después de habernos entregado al Señor por el Evangelio. Pero: “Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiro­so, y su palabra no está en nosotros” (1 Jn.1:10). No debemos engañarnos a nosotros mismos; decir que no pecamos equi­vale a decir que Dios miente; pues cuando se comete pe­cado, y se dice que no es así, se está diciendo que lo que la Ley de Dios llama pecado no lo es; en otras palabras, que Dios miente cuando llama pecado a aquello que se está practicando, olvidando así que no es el hombre el dador de la Ley, sino Dios, el verdadero Legislador del universo.

El creyente peca, aunque sea salvo y llegue a ser partícipe ahora de la naturaleza divina (2 P.1:4), es decir, la vida de Cristo en cada creyente. Sin embargo, esto no lo libra de la influencia del pecado que aún mora en la carne, como lo dice el apóstol Pablo: “…pero veo otra ley en mis miembros, que se rebe­la contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros” (Ro.7:23). Esto es algo frustrante que ha experimentado cada creyente. Ahora que ha sido redimido por El Señor, se tiene el deseo de honrarle, servirle, obede­cerle, hacer lo que es agradable a Él, pero en ese intento ter­mina muchas veces haciendo lo contrario, volviendo a caer en el engaño del pecado, porque hay una ley en los miembros que es superior a la ley de la mente; es decir, que el alma, don­de residen la voluntad, los pensamientos y los sentimientos, todos ellos son insuficientes para vencer las tentaciones que le asedian ¡Sí! El bien no mora en nuestra carne (Ro.7:18). Esto hace referencia a que en el obrar natural como hombres seguimos expuestos a la influencia del pecado; esto nos hace sentir frustrados en muchas ocasiones, o como lo decía Pa­blo: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Ro.7:24). Pero no somos abandonados por Dios para vivir de esta manera, porque hay una Ley superior a la del pecado que mora en nuestros miembros, por la cual se puede so­meter la carne al Señor, y vivir en victoria sobre el pecado. “Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Ro.8:2). Más por esta constan­te de que el pecado aún tiene influencia en el creyente, por causa de su humanidad caída, es que no puede dejar de ser vigilante de aquella libertad con la que fue libertado por el Hijo de Dios.

Alejándonos de nuestro Padre Celestial

En la “Parábola del hijo pródigo” (Lc.15:11-32), el Señor Jesús nos narra acerca de un padre de familia, el cual tenía dos hijos; el hijo menor pidió a su padre la parte que le corres­pondía de la herencia, y éste accedió a dársela. Esto recuerda la maravillosa realidad de que los que han abrazado el Evange­lio tienen ahora un Padre que les ha dado todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad, “…mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia…” (2 P.1:3). Por el conocimiento del glorioso Evangelio de Dios hemos llega­do a conocer al Señor Jesucristo, quien ha dado a conocer al Padre, y mientras más le conocemos a Él, más vamos siendo conscientes de la gran esperanza a la cual fuimos llamados, “…para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesi­ble, reservada en los cielos para vosotros…” (1 P.1:4). Pero como acontece en esta parábola, la impaciencia y la falta de madu­rez pueden llevar rápidamente al creyente a distanciarse de su Padre, llegando incluso a menospreciar y a pisotear aque­llo que Dios le ha dado en Su maravillosa gracia, poniendo su mirada en las cosas terrenales, y menospreciando las celestia­les; “…juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada…” (Lc.15:13). Esto no ocurre de un momento a otro; el creyente ha empezado su enfriamiento espiritual y su alejamiento de su Padre mucho antes, con pequeñas de­cisiones en las que va relajándose en las cosas que requieren diligencia; de esto advertía Pablo a los cristianos en Éfeso: “…Mirad, pues, con diligencia cómo andéis, no como necios sino como sabios, aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos” (Ef.5:15-16). Cuando no se es diligente para aprovechar bien el tiempo en conocer más a Dios y Su voluntad, pronto se estará ocupando ese tiempo en cosas que no convienen, des­cuidando la oración y la lectura, el estudio de las Escrituras y el servicio a Dios, dejando así de crecer en el conocimiento de Dios, y si no se está creciendo en este conocimiento, en­tonces pronto la realidad del creyente decaerá en una vida de disolución y pecado, como dice la Escritura: “Sin profecía el pueblo se desenfrena; mas el que guarda la ley es bienaventurado” (Pr.29:18). Si no conocemos a Dios y su glorioso llamado para nuestras vidas, pronto estaremos alejándonos de Él, y desperdiciando la vida nueva y abundante en Dios a la cual hemos sido llamados; “… y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente…” (Lc.15:13).

Los que han sido salvos por el Señor se enfrentan cada día a tentaciones, a pruebas, al diablo y a situaciones que les son propicias para que su carne aflore, y los vuelva a lle­var a la lamentable condición de pecar contra Dios.

Cual barca que ha quedado des­amarrada en el puerto, llevada lentamente por la marea mar adentro, es el creyente que no permanece sujeto a Cristo mediante una vida diligente y esforzada en la gracia de Dios, sino que lleva una vida relajada, entonces termina, sin darse cuenta, en medio de tempestades de circunstancias adversas y olas de pecado que se arrojan sobre él para hundirlo en me­dio de un océano de perversidad y desesperación.

Las consecuencias

Una vez que hemos permitido que la negligencia y el descuido nos alejen del Señor, y que hayamos sucumbido a los deseos desordenados que afloran en nuestro corazón, sumiéndonos en el pecado, las consecuencias de estos ac­tos pronto nos alcanzarán. “Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle” (Lc.15:14). No es diferente en la vida del cristiano. Así como aconteció al hijo menor que dejó a su padre para ir a vivir una vida disoluta, el hijo de Dios que peca de manera consciente y deliberada no podrá escapar de las consecuencias de sus pecados, por lo cual nos dice Pedro: “…Así que, ninguno de vosotros padezca como homicida, o ladrón, o malhechor, o por entre­meterse en lo ajeno…” (1 P. 4:15), dándonos a entender que el pecado siempre trae consigo padecimientos, los cuales Pedro no quería que experimentaran los creyentes en el Señor, por lo cual nos advierte: “Porque es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios…” (1 P.4:17). Dios juzgará Su Casa, es decir a Sus hijos, a Su Iglesia. El pecado trae consecuencias, las cuales pueden ser de orden natural, como lo puede ser, por ejemplo, ir a la cárcel si se comete un crimen; pero otras pueden ser de índole espiritual, por las cuales Dios traerá juicio sobre la vida del creyente. Con esto no se quiere dar a entender que por el pecado no haya perdón para el creyente ¡Claro que lo hay! “…y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Jn.2:1). Pero cuando se peca de manera deliberada, pisoteando y menospreciando el sacrificio de Cristo, vez tras vez, sin un arrepentimiento genuino, entonces nuestro Padre traerá juicio para corregir nuestro mal caminar. “Porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo.” (He.12:6). No podemos burlarnos de Dios, ni pretender que, porque Él nos perdona, podemos abusar de Su gracia para vivir en libertinaje. Si no renunciamos al pecado, éste nos traerá muerte (Ro.6:23), porque esta es la paga del pecado. Con todo, hoy muchos creen que, al no caer muertos en medio de la congregación a causa de sus pecados, pueden seguir pecando de manera continua; pero ¡No! Pronto llega la muerte espiritual, a ve­ces sin ser percibida por quien la padece, pero sí por los hijos de Dios que le rodean, pues pronto se dejará ver la muerte en su ministerio, en su familia, en su trabajo, en todo cuanto pusiere su mano. No podrá orar tranquilamente a causa de su conciencia, y la lectura de la Palabra lo atormentará, pues la Espada de Dios lo estará hiriendo continuamente, e incluso la compañía de otros santos de Dios le resultará difícil de so­portar, y todo esto es debido a que Dios es Luz (1 Jn.1:5), y en Su presencia las tinieblas son expuestas (Jn.3:20).

La esclavitud del pecado

Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos” (Lc.15:15). El pecado siempre vendrá a cobrarnos, y no tardará, sino que pronto no solo estaremos experimentando las consecuencias naturales y la disciplina de Dios, sino hasta la misma pérdida de la libertad que Dios nos ha dado en Cristo. “¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia?” (Ro.6:16). Cuando se persevera en el pecado, pronto se termina sometido como esclavo a él; pronto nuestros pensamientos, nuestras ocupaciones, nues­tro tiempo libre, nuestras fuerzas, todo estará girando y so­metido al pecado, viciado por él, de tal modo que hasta se puede llegar a perder la esperanza de salir de en medio de esa esclavitud, porque el pecado es un “señor” ruin y despre­ciable, que está pronto a tomar nuestra cabeza para hundirla hasta el fondo en el fango cenagoso de la desesperación, si nos dejamos dominar por él.

Dios juzgará Su Casa, es decir a Sus hijos, a Su Iglesia.

Así viven muchos cristianos sus vidas de manera misera­ble, avergonzados de un pecado que los tiene esclavizados, y del cual ellos ya no saben cómo ser libres, y se han alejado de Aquel que los libertó en el pasado, y lo puede hacer nue­vamente. Otros aún son engañados por falsos maestros que sirven al diablo y al pecado, endulzando los oídos de aquellos que carecen de discernimiento, diciéndoles como los falsos profetas de los tiempos de Jeremías: “… Paz, paz; y no hay paz” (Jer.6:14). Una vez presencié esto: Una joven que vivía en inmoralidad sexual, y estaba congregándose, se acerca a decirme que el “profeta” le acababa de decir que Dios decía de ella: “Eres una princesa de Dios, y Dios te ama, así como estás”. Ella, engañada por este falso profeta, siguió su vida de inmoralidad sexual y dejó de congregarse. Así, muchos creyentes son engañados y adormecidos por un falso mensa­je, para que sigan esclavos del pecado, y no busquen a Dios, quien podría hacerlos realmente libres si se arrepintieran de sus pecados.

El arrepentimiento del cristiano

El pecado puede llevarnos a un estado tan deplorable (como se ha estado diciendo), hasta el punto como quedó aquel hijo menor, quien alejándose de su padre y desper­diciando su vida, terminó en gran necesidad y dura servi­dumbre. Pero la parábola no termina ahí. Estando este hijo hambriento, y queriendo comer de lo que comían los cer­dos, recuperó la cordura. “Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jor­naleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!” (Lc.15:17). Los hijos de Dios no son huérfanos ni son dejados a la deriva por el Padre Celestial (Jn.14:16). Él nos ha enviado Su Espíritu Santo para que nos guíe a toda verdad, para que nos recuerde todas las cosas que el Hijo de Dios ha enseñado (Jn.14:26), y nos recuerde “… las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad…” (Ro.2:4), que nos guían al arrepentimiento. El cristiano no debe olvidar que tiene un Padre Celestial, y que Éste no lo abandonará en el pecado, sino que por medio de su benigna y compasiva disciplina lo lleva a reaccionar para que vuelva en sí y haga memoria del Señor, de su obra en la cruz, de su misericordia y abundante gracia, para que se arrepienta nuevamente. “Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros” (Lc.15:18-19). Final­mente, el hijo menor entendió que él es quien había fallado, pecando contra Dios y contra su padre, hasta el punto de que estaba dispuesto a regresar, sin esperar recibir el mismo trato y posición que tenía antes. De la misma manera, un genui­no arrepentimiento de un hijo de Dios se verá en que éste reconoce la ofensa cometida contra Dios, la confiesa, y está dispuesto a restituir el daño hecho a la honra de su Padre Ce­lestial. Pablo dio un claro ejemplo de esto a los creyentes en Éfeso (4:28-31), enseñando que el que antes hurtaba, ya no debía seguir hurtando, sino que ahora podía trabajar para dar a los que no tuvieran; que los que antes murmuraban o pro­ferían insultos ahora usaran sus bocas para la edificación de los oyentes, ni hicieran nada que atentara contra la Santidad del Espíritu de Dios que moraba en ellos; y que los que antes vivían en enojo, ira y continuos pleitos, ahora perdonaran a otros y mostraran misericordia, como Dios lo hizo con ellos en Jesucristo.

Los hijos de Dios no son huérfanos ni son dejados a la deriva por el Padre Celestial (Jn.14:16). Él nos ha enviado Su Espíritu Santo para que nos guíe a toda verdad, para que nos recuerde todas las cosas que el Hijo de Dios ha enseñado (Jn.14:26).

Así debe ser el arrepentimiento del creyente para con Dios, un abandono incondicional del pecado, y rechazo sin reservas de todo lo que atente contra la Santidad de Dios, volviendo a Él en humillación, reconociendo su pecado, pero con fe, porque a su Padre Celestial, quien está delante, puede acercarse confiadamente por medio de Jesucristo, seguro de ser nuevamente aceptado y perdonado en base a la obra per­fecta, suficiente y siempre vigente a su favor hecha en la cruz.

El creyente ante un Padre amoroso

Aunque el cristiano peque, ya no se está enfrentando a una condenación eterna, al Lago de Fuego o a perder la salvación. Dios sigue siendo el Juez justo que imparte justicia, solo que ahora el creyente tiene a este Juez por Padre. Una ilustración maravillosa de esta realidad la hemos visto en esta parábola del hijo pródigo, porque, así como él, si nos hemos alejado de Dios y pecado contra Él, tenemos en Dios un Padre Ce­lestial que nos está esperando: “Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó” (Lc.15:20). El Padre espera pacientemente el arrepentimiento de sus hijos. El hijo menor tenía a donde volver porque tenía un padre que lo esperaba. Así mismo el cristiano tiene a donde volverse, a su Padre Celestial, porque Él no abandonará a sus hijos, ni los dejará andar en una vida de pecado sin disciplinarlos, porque el propósito de Su disciplina no es otro, sino que nos volva­mos a Él en arrepentimiento genuino y fe.

Hijos de Dios, sean conscientes de esta realidad: El pecado seguirá asediando al creyente, hasta el glorioso Día en que haya de ser libertado completamente de su poder. Mientras tanto, se seguirá fallando muchas veces, pero no puede que­darse en un estado de alejamiento prolongado y practicar el pecado de manera indefinida, viviendo una vida miserable y desperdiciada aquí en la Tierra. Es necesario que nos pon­gamos al servicio del Señor para Su gloria, y para esto no podemos permitir que el pecado sea un estorbo. Por esto, volvámonos al Señor en arrepentimiento constante y genui­no, con fe y certeza de que seremos perdonados y recibidos nuevamente por nuestro Padre Celestial.

Bogotá / Colombia

Alberto Rabinovici

Colaborador y escritor del ministerio tesoros cristianos. Nacido en Argentina, criado en Paraguay e Israel. Vive en Colombia hace 8 años donde sirve en la iglesia local donde reside. Felizmente casado con Daniela, y tiene un hijo: Natanael.