AGUSTÍN DE HIPONA

“¿Quién me dará descansar en ti? ¿Quién me dará que vengas a mi corazón y le embriagues, para que olvide mis maldades y me abrace contigo, único bien mío? ¿Qué es lo que eres para mí? Apiádate de mí para que te lo pueda decir…” (“Las Confesiones”, I.V.5, Agustín de Hipona).

“Dame castidad y continencia, pero no ahora”, oró a Dios el joven africano. Este mismo joven se convertiría en el teólogo más importante de los 1500 años entre la era apostólica y la Reforma protestante, pero para esto aún faltaba mucho tiempo. Para todos los cris­tianos occidentales es considerado una figura sin igual en la historia de la reflexión cristiana. De hecho, es difícil encon­trar al menos un tema que no haya sido moldeado por sus escritos y su ministerio.

Agustín de Hipona, escritor muy reconocido, no solo escribió libros filosóficos, teológicos y exegéticos; también escribió sobre historia e historiografía. Ha sido considerado como uno de los grandes eruditos del corazón de la Igle­sia cristiana. Ha influenciado durante mil años su historia, llegando a ser uno de los pensadores más relevantes y tras­cendentales de la Iglesia cristiana. “Jerónimo, traductor de la primera Biblia al latín, se refirió a él como “aquel quien estableció nuevamente la fe antigua”, y fueron sus escritos sobre la salva­ción y la gracia divina —los cuales escribió un milenio an­tes de surgir el Protestantismo— los que guiaron a hombres como Lutero y Calvino hacia la Reforma.

La vida de Agustín

En realidad, mucho se sabe acerca de la vida de Agustín, de su mundo y su colección de escritos. Esto se debe, en gran parte, al hecho de que Agustín dejó mapas de su vida: Prime­ramente, en su autobiografía espiritual, “Confesiones”, y más tarde, dejó una lista de sus escritos teológicos. Cuando se le compara con otros de su época, parece que se sabe acerca de cada giro de su viaje. Agustín nació en la ciudad de Tagaste, al norte de África. Para su nacimiento, la marea había cambiado al mundo romano después de la conversión de Constantino, de modo que en ese momento cesaron las largas persecucio­nes de cristianos, y ya existían bastiones inexpugnables de ortodoxia teológica feroz en varias partes del imperio roma­no. El norte de África fue uno de estos bastiones.

Ha sido considerado como uno de los grandes eruditos del corazón de la Igle­sia cristiana. Ha influenciado durante mil años su historia, llegando a ser uno de los pensadores más relevantes y tras­cendentales de la Iglesia cristiana.

Su padre, llamado Patricio, era un funcionario pagano al servicio del Imperio. Su madre, la dulce y abnegada Mónica, poseía un genio intuitivo, y educó a su hijo en su religión, aunque, ciertamente, no llegó a bautizarlo. El niño, según él mismo cuenta, era irascible, soberbio y díscolo, aunque excepcionalmente dotado. Romaniano, un notable caballero de la ciudad, se hizo cargo de sus estudios; pero Agustín, a quien repugnaba el griego, prefería pasar su tiempo jugando con otros mozalbetes. Tardó en aplicarse a los estudios, pero lo hizo al fin, porque su deseo de saber era aún más fuerte que su amor por las distracciones. Terminadas las clases de gramática en su municipio, estudió las artes liberales en Ma­daura, y después retórica en Cartago. A los dieciocho años, Agustín tuvo su primera concubina, que le dio un hijo, al que pusieron por nombre Adeodato. Los excesos de ese “piélago de maldades” continuaron y se incrementaron con una afi­ción desmesurada por el teatro y otros espectáculos públicos, y la comisión de algunos robos; esta vida le hizo renegar de la religión de su madre. Su primera lectura de las Escrituras le decepcionó y acentuó su desconfianza hacia una fe impuesta, y no fundada en la razón. Sus intereses le inclinaban hacia la filosofía, y en este territorio encontró acomodo durante algún tiempo en el escepticismo moderado, doctrina que ob­viamente no podía satisfacer sus exigencias de la verdad.

Su primera lectura de las Escrituras le decepcionó y acentuó su desconfianza hacia una fe impuesta, y no fundada en la razón.

Agustín era un estudiante prodigioso en el arte de la re­tórica, un tema cuyo poder e importancia para el mundo ro­mano es casi imposible de transmitir a las mentes modernas. La retórica podía hipnotizar a una multitud, puesto que el orador se basaba, no sólo en la sabiduría y la belleza en su discurso, sino también en una variedad de ritmos sincopa­dos. Así que ser experto en retórica era una habilidad poco común, que requería el dominio de muchos discípulos y que, una vez logrado esto, se convertía en el camino hacia una carrera lucrativa y prestigiosa

La conversión

La muerte de un amigo cercano, después de una profun­da tristeza, despertó un obsesivo temor por la muerte. Esa interrogante acerca de esta realidad lo persiguió por años e influyó mucho para su posterior conversión.

En su vida temprana, Agustín buscó hacerse una carrera en la retórica. Él era bastante bueno, y esto lo llevó primero a Roma, y luego a Milán, pues esta última era la sede imperial de la Roma occidental y centro de reunión para los retóricos.

Sin embargo, allí en Milán, Agustín se vio enfrentado no solo con los retóricos paganos, sino también con el obispo local, Ambrosio, quien podía enfrentarse a cualquiera. La relación entre ellos floreció y, finalmente, la predicación de Ambrosio logró que Agustín se convirtiese a la fe. Mónica había orado durante años por la conversión de Agustín, y vivió lo sufi­ciente para ver a su hijo bautizado. Dios estaba martillando el corazón de Agustín con las palabras de Ambrosio, quien más adelante se convirtió en una especie de mentor para él.

Su nuevo nacimiento fue precedido por una lucha interna en su mente y corazón, pues no estaba dispuesto a abandonar sus pasiones. Pero en esa lucha Dios lo doblegó, y reconoció que “…salió toda mi miseria a la vista de mi corazón, se levantó una fuerte tempestad que trajo una caudalosa lluvia de lágrimas”. Sin embargo, lo que sucedió inmediatamente después aña­dió certeza a su experiencia. Mientras lloraba, escuchó desde atrás el cántico de un niño que decía: “Toma y lee, toma y lee”. Agustín tomó estas palabras como una señal divina, y cuando abrió su Biblia sus ojos dieron con un pasaje del Nuevo Tes­tamento: “Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne” (Ro.13:13-14). Agustín había entendido el mensaje como el sello de su nueva fe. Agustín había nacido de nuevo. En otras palabras, mientras más reconocemos nuestra bajeza, mayor será nuestra convicción, admiración y devoción por la grandeza de Dios, tal como lo experimentó Agustín.

Cuenta Agustín en sus “Confesiones”: “Hubo un tiempo de mi adolescencia en que ardí en deseos de hartarme de las cosas más bajas, y osé ensilvecerme (es decir, transformarse en selva el terreno o campo que deja de cultivarse) con varios y sombríos amores, y se marchitó mi hermosura, y me volví podredumbre ante tus ojos por agradarme a mí y desear agradar a los ojos de los hombres. ¿Y qué era lo que me deleitaba, sino amar y ser amado? Pero no guar­daba modo en ello, yendo de alma a alma, como señalan los términos luminosos de la amistad, sino que del fango de mi concupiscencia carnal y del manantial de la pubertad se levantaban como unas nieblas que oscurecían y ofuscaban mi corazón hasta no discernir la serenidad de la dirección de la tenebrosidad de la libídine (es decir, de la lascivia o lujuria o concupiscencia) por lo abrupto de mis apetitos […] me sumergían en un mar de torpezas. Tu ira había arreciado sobre mí y yo no lo sabía. Me había hecho sordo con el ruido de la cadena de mi mortalidad, justo castigo de la soberbia de mi alma, y me iba alejando cada vez más de ti, y tú lo consentías; y me agitaba, y derramaba, y esparcía, y hervía con mis fornicaciones, y tú callabas, ¡oh tardo gozo mío!; tú callabas entonces, y yo me iba cada vez más lejos de ti tras muchísimas semillas estériles de dolores con una degradación llena de arrogancia”.

La muerte de un amigo cercano, después de una profun­da tristeza, despertó un obsesivo temor por la muerte.

En el año 384 se encuentra a Agustín de Hipona en Milán ejerciendo de profesor de oratoria. Allí lee sin descanso a los clásicos, profundiza en los antiguos pensadores y devora al­gunos textos de filosofía neoplatónica. La lectura de los neo­platónicos, probablemente de Plotino, debilitó las conviccio­nes maniqueístas de Agustín, y modificó su concepción de la esencia Divina y de la naturaleza del mal. Igualmente decisivos en la nueva orientación de su pensamiento serían los sermo­nes de Ambrosio, arzobispo de Milán, que partía de Plotino para demostrar los dogmas, y a quien Agustín escuchaba con delectación, quedando “maravillado, sin aliento, con el corazón ardiendo”. A partir de la idea de que «Dios es luz, sus­tancia espiritual de la que todo depende, y que no depende de nada», Agustín comprendió que las cosas, estando necesariamente subordinadas a Dios, derivan todo su ser de Él, de manera que el mal sólo puede ser entendido como pérdida de un bien, como ausencia o no-ser, en ningún caso como sustancia.

Dos años después, la convicción de haber recibido una se­ñal divina lo decidió a retirarse con su madre, su hijo y sus discípulos a la casa de su amigo Verecundo, en Lombardía, donde Agustín escribió sus primeras obras. En el año 387 se hizo bautizar por san Ambrosio y se consagró definitivamente al servicio de Dios. Al año siguiente regresó definitivamente a África. En el 391 fue ordenado en Hipona por el anciano obispo Valerio, quien le encomendó la misión de predicar en­tre los fieles la Palabra de Dios, tarea que cumplió con fervor y le valió gran renombre. Al mismo tiempo, sostenía encona­do combate contra las herejías y los cismas que amenazaban a la ortodoxia, reflejado en las controversias que mantuvo con maniqueos, pelagianos, donatistas y paganos.

Oraciones y lágrimas de una madre

La madre de Agustín, Mónica, fue ejemplar hija, esposa, madre, nuera, suegra y abuela en un ambiente adverso. Re­cibió educación cristiana desde pequeña, gracias a una em­pleada que trabajaba en su casa. Fue dada en matrimonio a un hombre incrédulo llamado Patricio, quien era muy violento y no cristiano. Mónica supo ser amable, prudente y paciente­mente amorosa con su esposo y su suegra. Tuvo tres hijos: los dos pequeños eran dóciles y sencillos, pero el mayor, Agus­tín, era de brillante y recia personalidad. Las amigas de Mó­nica se sorprendían que ella no peleara con su esposo, ni éste la golpeara, lo que era común en otros matrimonios. Mónica les decía que para pelear se necesitaban dos, y ella no repli­caba, a pesar de tener un esposo violento e infiel; mejor aún, ella supo ganárselo y que recibiera el bautismo poco antes de morir. Lo mismo ocurrió con su suegra, que era colérica y autoritaria; ella se la ganó con atenciones y sufriéndola con mansedumbre.

Pero las frecuentes y abundantes lágrimas de Mónica es­taban relacionadas con su hijo Agustín, quien andaba perdido en ideas y costumbres. Agustín recibió educación cristiana cuando era pequeño. Era amante de la filosofía y buscaba hambriento la verdad, pero no en la Sagrada Escritura ni en la doctrina cristiana, sino en otras religiones y escritores. Ya convertido, Agustín se dirige a Dios diciendo: “¡Tarde te amé! ¡Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas den­tro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamas­te, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti”.

En verdad que las oraciones, lágrimas y apoyo mutuo en la vida familiar no dejarán de dar fruto. “Por eso, entre las varias lecciones que nos otorgan las Confesiones de Agustín, su amor por su madre nos recuerda la necesidad y el incal­culable valor de la intercesión de los padres por los hijos, en especial cuando se trata de la salvación de ellos”.

En el 391 fue ordenado en Hipona por el anciano obispo Valerio, quien le encomendó la misión de predicar en­tre los fieles la Palabra de Dios, tarea que cumplió con fervor y le valió gran renombre.

En respuesta al perdón de Dios y a cómo Su gracia le resca­tó, Agustín escribe: “Te amaré, Señor, y te daré gracias y confesaré tu nombre por haberme perdonado tantas y tan nefandas acciones mías. A tu gracia y misericordia debo que hayas deshecho mis pecados como hielo y no haya caído en otros muchos. ¿Qué pecados realmente no pude yo cometer, yo, que amé gratuitamente el crimen? Confieso que todos me han sido ya perdonados, así los cometidos voluntaria­mente como los que dejé de hacer por tu favor. […] ¿Quién deshará este nudo tortuosísimo y enredadísimo? Feo es; no quiero volver los ojos a él, no quiero ni verlo. Solo a ti quiero, justicia e inocencia be­lla y llena de gracia a los ojos puros, y con insaciable saciedad. Solo en ti se halla el descanso supremo y la vida sin perturbación. Quien entra en ti entra en el gozo de su Señor (Mt. 25:21), y no temerá, y se hallará sumamente bien en el sumo bien”.

Agustín y sus oponentes

Los escritos de Agustín son muy conocidos por sus heroi­cos ataques hacia la teología débil. Él puso el hacha contra la raíz del Maniqueísmo, que era un sincretismo popular en sus días: una mezcla de ideas cristianas, paganas, y místicas. Puesto que él mismo abrazó estos puntos de vista siendo un joven, Agustín se aseguró de cerrar para siempre a sus lecto­res la puerta que conducía hacia estas enseñanzas.

Sin embargo, los temas más importantes de los escritos de Agustín, al menos en términos de su impacto en la historia sucesiva, fueron acerca de la naturaleza de la Iglesia, la gracia, el libre albedrío y el Evangelio. Y aunque es posible que no concordemos con toda la teología de Agustín, es un autor que merece ser leído y apreciado.

Agustín como pastor

También conocemos, hoy en día, que Agustín no era so­lamente la suma de sus escritos contra la mala teología. Fue pastor en tiempos en que los obispos eran conocidos tanto por su predicación como por su autoridad. Hoy en día nos encontramos en una posición mucho mejor para poder apre­ciar la vida de Agustín como pastor, debido en gran parte al hecho de que los investigadores están dedicando su atención a sus sermones, y no sólo a sus obras polémicas. La imagen que tenemos de Agustín desde el púlpito es la de un pre­dicador cuidadoso y sensible, siempre capaz de “traducir” la rica teología en su mente al lenguaje de las masas. Él atesoró la meta de la vida cristiana, no como una serie de disputas filosóficas, sino como un corazón cautivo al amor a Dios en todas las cosas.

Legado y muerte

Por su vasta y perdurable irradiación, puede afirmarse que Agustín de Hipona figura entre los pensadores más influyen­tes de la tradición occidental. Es preciso saltar hasta Tomás de Aquino (siglo XIII) para encontrar un filósofo de su misma talla. Toda la filosofía y la teología medieval hasta el siglo XII fue básicamente agustiniana; los grandes temas de Agustín: conocimiento y amor, memoria y presencia, y sabiduría, do­minaron la teología cristiana hasta la escolástica tomista.

Dedicó numerosos sermones a la instrucción de su pue­blo. Escribió sus célebres “Cartas a amigos, adversarios, ex­tranjeros, fieles y paganos”, y ejerció a la vez de pastor, ad­ministrador, orador y juez. Al mismo tiempo elaboraba una monumental obra filosófica, moral y dogmática. Entre sus libros destacan: “Soliloquios”, “Confesiones” y “La Ciudad de Dios”, extraordinarios testimonios de su fe y de su sabiduría teológica.

Al caer Roma en manos de los godos de Alarico, se acusó al cristianismo de ser responsable de las desgracias del Impe­rio, lo que suscitó una encendida respuesta de Agustín, re­cogida en “La Ciudad de Dios”, que contiene una verdadera filosofía de la historia cristiana.

Durante los últimos años de su vida asistió a las invasiones bárbaras del norte de África, a las que no escapó su ciudad episcopal. Al tercer mes del asedio de Hipona, cayó enfermo y murió.

Conclusión

“Agustín escribió en oración a Dios: “Porque [tú] nos has he­cho para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Esta es la frase que marca el tema central de la vida de Agus­tín y de sus “Confesiones”. Nosotros hoy, al igual que él hace 1600 años, podemos decir que sea cual sea la tentación que nos ataque, el pasado que nos persiga, o la realidad que viva­mos, el descanso de nuestras almas está solamente en Dios, quien nos creó para Sí y perdonó nuestros pecados en Cristo.

Si hay una palabra que define la vida de Agustín, es “con­versión”. En sus “Confesiones” relata cómo un niño, criado en los caminos del Señor, dando rienda suelta a su voluntad pecaminosa, se convierte en un esclavo de la lujuria, para luego convertirse en un hereje maniqueo, luego en neoplato­nista, para, al final, ser encontrado por el Señor, quien nunca se apartó de su lado.

La vida de Agustín nos recuerda que la lucha por la santi­dad es una espada de doble filo: es ardua y de por vida, pero también es una en la que tenemos una esperanza inamovible. Sin importar la suciedad y la podredumbre de nuestro pe­cado, en Cristo tenemos el perdón que nos hace limpios y nos justifica. El punto de conclusión es que nuestros pecados pasados y tentaciones presentes no son rivales para la gracia y la misericordia de nuestro Dios. En Él hay perdón, pero también hay restauración y redención para el donjuán, para la prostituta y para el ladrón.

 

Fuentes: Agustín de Hipona: Las confesiones y la conversión de un don juán  ¿Quién fue Agustín y por qué fue importante? / www.coalicionporelevangelio.org/ www.biografiasyvidas.com - filosofiagiv.zoomblog.com - www.academia.edu

Bogotá / Colombia

Luisa Cruz

Colaboradora y escritora del ministerio Tesoros Cristianos, servidora en su iglesia local. Nacida en la ciudad de Bogotá dónde reside actualmente.