LA MUJER DE LOT

Acordaos de la mujer de Lot.” (Lucas 17:32)

Hay pocas advertencias en las Escrituras más serias que la que encabeza esta página. El Señor Jesucristo nos dice: “Acordaos de la mujer de Lot”. La mujer de Lot profesaba una religión; su esposo era un hombre justo (2 P. 2:7-8). Partió con él de Sodoma el día que la ciudad fue destruida. Estando detrás de él, se dio vuelta para mirar la ciudad, desobedeciendo el mandato expreso de Dios; cayó muerta al instante y se convirtió en una estatua de sal. Y, sin embargo, el Señor Jesucristo la levanta como una luz de advertencia para Su Iglesia, diciendo: “Acordaos de la mujer de Lot”.

Es una advertencia seria cuando pensamos en la persona que menciona Jesús. No nos pide que recordemos a Abraham, Isaac, Sara, Ana o Rut. ¡No! Escoge una persona cuya alma se perdió para siempre. Nos ruega: “Acordaos de la mujer de Lot”. Es una advertencia seria cuando pensamos en la persona a quien va dirigida. El Señor Jesús está lleno de amor, misericordia y compasión. Es el que no quebrará la caña cascada ni apagará el pábilo que humea. Pudo llorar sobre la Jerusalén incrédula y orar por los hombres que lo crucificaron; y también juzgó bueno recordarnos a las almas perdidas: “Acordaos de la mujer de Lot”. Es una advertencia seria cuando pensamos en quiénes fueron los destinatarios originales. El Señor Jesús estaba hablando con Sus discípulos. No se estaba dirigiendo a los escribas y fariseos que lo aborrecían, sino a Pedro, Santiago, Juan y muchos otros que lo amaban. Es a ellos a quienes le parece bien dar esta advertencia. A ellos les dice: “Acordaos de la mujer de Lot”. Es una advertencia seria cuando consideramos la manera como fue dada. No dice meramente: “Cuidado con seguir los pasos de la mujer de Lot, no vayan a imitarla, no sean como ella”. Usa una palabra distinta: “Acordaos”. Habla como si corriéramos el peligro de olvidarlo, aviva un antiguo recuerdo, nos insta a que mantengamos vivo el incidente en nuestras mentes. Exclama: “Acordaos de la mujer de Lot”.

Hablaré primero de los privilegios espirituales que disfrutaba la mujer de Lot. En la época de Abraham y Lot era escasa la fe salvadora sobre la Tierra. No había Biblias, ni pastores, ni iglesias, ni tratados, ni misioneros. El conocimiento de Dios estaba confinado a unas pocas familias favorecidas. La mayor parte de los habitantes del mundo vivía en la oscuridad, ignorancia, superstición y pecado.

Comparada con millones de personas de su época, la esposa de Lot era una mujer favorecida: Tenía como esposo a un hombre justo, tenía como tío político a Abraham, padre de los fieles. La fe, el conocimiento y las oraciones de estos dos hombres justos no pueden haber sido ningún secreto para ella. Era imposible que viviera en las tiendas con ellos por algún tiempo, sin saber quiénes eran y a quién servían. Su fe no era para ellos un mero ritual; era el principio que regía sus vidas y una convicción dominante que determinaba sus acciones. La mujer de Lot debió haber visto y sabido todo esto. ¡No eran privilegios insignificantes!

Cuando Abraham recibió las promesas de Dios, es probable que la mujer de Lot haya estado presente. Cuando construyó un altar junto a su tienda entre Hai y Bet-el, es probable que ella haya estado allí (Gn. 12:8). Cuando los ángeles llegaron a Sodoma para advertir a su esposo que huyera, ella los vio; cuando lo tomaron de la mano y lo llevaron fuera de la ciudad, ella estaba entre los ángeles que les ayudaron a escapar (Gn. 19). Una vez más digo que estos no eran privilegios insignificantes. No obstante, ¿qué efectos positivos tuvieron todos estos privilegios sobre el corazón de la mujer de Lot? ¡Ninguno! A pesar de todas las oportunidades y los medios de gracia, y a pesar de todas las advertencias y los mensajes especiales del Cielo, ella vivió, y también murió, sin la gracia, sin Dios, impenitente e incrédula. Los ojos de su entendimiento nunca se abrieron, su conciencia nunca le molestó ni se despertó, su voluntad nunca se sujetó para obedecer a Dios. Realmente sus afectos nunca fueron por las cosas de arriba.

Aprenda, entonces, que el sólo hecho de contar con privilegios espirituales, no salva el alma de nadie. Puede ser que usted tenga ventajas espirituales de todo tipo: puede ser que viva en la luz plena de las mejores oportunidades y medios de gracia, puede ser que disfrute de la mejor predicación y la instrucción más excelente, puede vivir en medio de la luz, el conocimiento, la santidad y buena compañía; todo esto puede ser parte de su vida y, aun así, seguir siendo un inconverso y, al final, estar perdido para siempre.

Me atrevo a decir que esta doctrina puede parecer difícil a algunos lectores. Sé que algunos no quieren nada más que los privilegios de la fe cristiana, pensando que estos los convertirán en cristianos decididos. Admiten que, en este momento, no son como debieran ser, pero se excusan diciendo que su posición es difícil y que tienen muchas dificultades.

Demandan que les den un esposo consagrado o una esposa consagrada, que les den amigos consagrados o un jefe consagrado, que quieren contar con la predicación del Evangelio, que les den privilegios y, cuando tengan todo esto, andarán con Dios. Esto es un error; es pura fantasía. Se requiere de algo más que privilegios para salvar el alma. Giezi era siervo de Eliseo; Demas era compañero de Pablo; Judas Iscariote era discípulo de Cristo y Lot tenía una esposa mundana e incrédula. Todos ellos murieron en sus pecados a pesar de su conocimiento, las advertencias y oportunidades; y esto nos enseña que no son sólo privilegios lo que necesitan los hombres.

Valoremos los privilegios espirituales, pero no descansemos enteramente en ellos. Anhelemos tener sus beneficios en todos los momentos de la vida, pero no los pongamos en el lugar de Cristo. Aprovechémoslos con agradecimiento si Dios nos los concede, y asegurémonos de que produzcan algún fruto en nuestro corazón y nuestra vida. Si no son para bien, con frecuencia son para mal, endurecen la conciencia, aumentan la responsabilidad, empeoran la condenación. El mismo fuego que derrite la cera endurece la arcilla. Nada endurece más el corazón del hombre como una familiaridad estéril con las cosas espirituales. Les pido a los miembros de las congregaciones evangélicas en la actualidad que tengan muy presente lo que estoy diciendo. Si usted asiste a la iglesia del señor. “A” porque lo considera un predicador excelente, disfruta de sus sermones, no puede escuchar a ningún otro con el mismo gusto, ha aprendido muchas cosas desde que parti cipa de su ministerio y considera un gran privilegio ser uno de sus oyentes, todo esto es muy bueno, es un privilegio, pero, al final de cuentas, la cues tión es: ¿Qué tiene usted en su corazón? ¿Ha recibido al Espíritu Santo? Si no, no está en mejores condiciones que la mujer de Lot.

Ruego a Dios que todos los cristianos profesantes actuales tomen a pecho estas cosas. Nunca olviden que los privilegios solos no pueden salvarlos. La iluminación y el conocimiento, la predicación fiel, los medios abundantes de gracia y la compañía de gente santa, son grandes bendiciones y beneficios. ¡Dichosos los que los tienen! Pero, al final de cuentas, los privilegios son inútiles si no hay arrepentimiento y fe. La mujer de Lot tenía muchos privilegios… ¡pero no tenía fe!