“Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera”Juan 6:37
Nosotros oímos bastante, en estos días, acerca de casos de conversión y bendeciríamos a Dios de corazón por cada alma verdaderamente convertida a Él.
No necesitamos decir que creemos en la necesidad absoluta, indispensable, universal, de conversión divina. Sea el hombre lo que sea, sea él Judío, o Griego, bárbaro, Escita, esclavo o libre, Protestante o Católico Romano, en resumen, cualquiera que sea su nacionalidad, su posición eclesiástica, o su credo teológico, él se debe convertir, o de lo contrario él está en el camino ancho y directo a un infierno eterno.
Nadie ha nacido siendo un cristiano, en el sentido divino de esa palabra. Tampoco nadie puede ser educado para entrar al Cristianismo. Es un error fatal, un engaño mortal, un embuste del archienemigo de las almas, que alguno piense que puede ser un Cristiano, ya sea por nacimiento o por educación, o que puede ser hecho un Cristiano por el bautismo en agua, o por cualquier ceremonia religiosa de cualquier clase. Un hombre llega a ser un cristiano solamente siendo convertido divinamente. Lo que quisiéramos insistir, en el comienzo mismo, y llamar fervientemente la atención de todos aquellos que puedan estar interesados, es sobre la necesidad urgente y absoluta, en todos los casos, de una verdadera conversión a Dios.
Sea el hombre lo que sea, sea él Judío, o Griego, bárbaro, Escita, esclavo o libre, Protestante o Católico Romano, en resumen, cualquiera que sea su nacionalidad, su posición eclesiástica, o su credo teológico, él se debe convertir, o de lo contrario él está en el camino ancho y directo a un infierno eterno.
Esto no se puede desechar. Es el colmo de la locura que alguno trate de ignorar esto o de no tomarlo en serio. Para un ser inmortal – uno que tiene una eternidad infinita extendiéndose delante de él – descuidar la solemne cuestión de su conversión, es la más desenfrenada fatuidad de la que alguien posiblemente puede ser culpable. En comparación con este asunto del mayor peso, todas las demás cosas menguan hasta hacerse totalmente insignificantes. Los varios objetos que comprometen los pensamientos y absorben las energías de los hombres y las mujeres en la atareada escena a nuestro alrededor, no son más que polvo menudo que sobra en comparación con este gran, trascendental asunto de la conversión del alma a Dios. Todas las especulaciones de la vida comercial, todos los esquemas para hacer dinero, todo lo que persigue aquel que anda a la caza del placer – el juego, el concierto, la sala de baile, la televisión, el entretenimiento – todas las cosas innumerables e inexpresables que el pobre corazón insatisfecho anhela, y a las que se aferra – todas ellas son nada y se asemejan a la bruma de la mañana, a la espuma sobre el agua, al humo que sale del extremo de la chimenea, a la hoja marchita de otoño – todas estas cosas se desvanecen, y dejan un doloroso vacío tras ellas. El corazón permanece insatisfecho, el alma sin ser salva, debido a que no hay conversión.
¿Y qué, entonces? ¡Ah!, sí: ¿qué, entonces? ¡Tremenda pregunta! ¿Qué queda al final de toda esta escena de excitación comercial, disputa política y ambición, de hacer dinero y de andar a la caza de placeres? Bueno, ¡entonces el hombre tiene que afrontar la muerte! «de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez…» (Hebreos 9:27). No hay forma de pasar por alto esto. No hay forma de obtener licencia en esta guerra. Todas sus lágrimas, todos sus suspiros, todas sus súplicas no pueden impedir el temido momento, la muerte no puede ser evitada por ninguna estratagema del hombre. El momento debe llegar cuando el vínculo que conecta el corazón con todas las escenas bellas y fascinantes de la vida humana se ha de quebrar. Mil mundos no podrían evitar el golpe. Se debe mirar a la muerte cara a cara. Es un misterio terrible – un hecho tremendo – una dura realidad. Se yergue delante de todo hombre, mujer y joven inconversos bajo el dosel del cielo; y es meramente una cuestión de tiempo, horas, días, meses, o años, cuando se deba cruzar la línea del límite que separa el tiempo, con todas sus búsquedas vacías, vanas, insubstanciales, de la eternidad con todas sus estupendas realidades.
No hay forma de obtener licencia en esta guerra. Todas sus lágrimas, todos sus suspiros, todas sus súplicas no pueden impedir el temido momento, la muerte no puede ser evitada por ninguna estratagema del hombre.
¿Y qué, entonces? Dejemos que la Escritura responda. Nada más puede hacerlo. Los hombres responderían de buena gana conforme a sus propias nociones vanas. Ellos querrían que nosotros creyésemos que después de la muerte viene la aniquilación. «Comamos y bebamos, porque mañana moriremos.» (1 Corintios 15:32). ¡Vacía presunción! ¡Vano engaño! ¡Necio sueño de la imaginación humana cegada por el dios de este mundo! ¿Cómo puede un alma inmortal ser aniquilada? El hombre, en el jardín del Edén, se convirtió en el poseedor de un espíritu que nunca muere. «Jehová Dios. . .sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser (un alma) viviente.» (Génesis 2:7) – no un ser (un alma) moribunda. El alma debe vivir para siempre. Convertida o inconversa, ella tiene la eternidad ante sí. ¡Oh! ¡el peso abrumador de esta consideración para cada espíritu meditativo! Ninguna mente humana puede asir su inmensidad. Está más allá de nuestra comprensión, pero no más allá de nuestra creencia.
Escuchemos la voz de Dios. ¿Qué enseña la Escritura? Una línea de la Santa Escritura es completamente suficiente para eliminar diez mil argumentos y teorías de la mente humana. ¿La muerte aniquila? ¡No! «Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio.» (Hebreos 9:27).
Recuerden estas palabras, «después de esto el juicio.» Y esto se aplica solamente a quienes mueren en sus pecados – solamente a los incrédulos. Para el cristiano, el juicio pasó para siempre, como la Escritura enseña en múltiples lugares. Es importante notar esto, debido a que los hombres nos dicen que, por cuanto hay vida eterna solamente en Cristo, por consiguiente todos los que no están en Cristo serán aniquilados.
La Palabra de Dios no lo dice así. Hay juicio después de la muerte. y, ¿cuál será el tema del juicio? Nuevamente la Escritura habla en lenguaje tan claro como solemne e impresionante. «Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de cuya presencia huyeron la tierra y el cielo, y no se halló lugar para ellos. Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono, y los libros fueron abiertos; y otro libro fue abierto, que es el libro de la vida, y los muertos fueron juzgados por lo que estaba escrito en los libros, según sus obras. Y el mar entregó los muertos que estaban en él, y la Muerte y el Hades entregaron a los muertos que estaban en ellos; y fueron juzgados, cada uno según sus obras. Y la Muerte y el Hades fueron arrojados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda: el lago de fuego. Y el que no se encontraba inscrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego.» (Apocalipsis 20:11-15).
Para el cristiano, el juicio pasó para siempre, como la Escritura enseña en múltiples lugares.
Todo esto es tan claro como las palabras pueden expresar. No existe el más insignificante terreno para la objeción y la dificultad. Para todos aquellos cuyos nombres están en el libro de la vida, no hay juicio en absoluto. Aquellos cuyos nombres no están en ese libro serán juzgados conforme a sus obras. ¿Y qué, entonces? ¿Aniquilación? ¡No!, sino «el lago de fuego»; y eso para siempre.
¡Cuán sobrecogedor es pensar en esto! Ciertamente debería despertar cada alma a la consideración seria del gran tema que ahora está ante nosotros, a saber, la urgente necesidad de conversión a Dios. Esta es la única vía de escape. Una persona inconversa, cualquiera o quienquiera que sea, tiene la muerte, el juicio, y el lago de fuego delante de ella, y cada latido de su pulso le acerca más y más a esas horribles realidades. No es más seguro que el sol se levante, en un cierto momento, mañana por la mañana, que el lector deba, antes que pase mucho tiempo, pasar a la eternidad; y si su nombre no está en el libro de la vida – si no es convertido – si no es de Cristo, él será, ciertamente, juzgado conforme a sus obras, y la consecuencia cierta de aquel juicio será el lago que arde con fuego y azufre, y eso a través de tiempos interminables de una eternidad oscura y tenebrosa. ¡Oh! ¡la terrible monotonía del infierno!
Para todos aquellos cuyos nombres están en el libro de la vida, no hay juicio en absoluto.
El lector puede maravillarse quizás por extendernos tan largamente sobre este terrible tema. Puede sentirse dispuesto a preguntar, «¿Convertirá esto a las personas?» Respondemos: si esto no las convierte, las puede conducir a ver su necesidad de conversión. Puede conducirlas a ver su inminente peligro. Puede inducirlas a escapar de la ira venidera. ¿Por qué nuestro bendito Señor insistió tan constantemente sobre sus oidores acerca de la realidad solemne de la eternidad? ¿Por qué Él habló tan a menudo del gusano que no muere y del fuego que no puede ser apagado? Ciertamente fue con el propósito de despertarles para que tuviesen conciencia de su peligro, para que ellos pudiesen huir en busca de refugio para asirse de la esperanza puesta ante ellos.
¿Es posible que nosotros seamos demasiado fervientes, demasiado vehementes, demasiado inoportunos insistiendo ante toda alma inconversa con la cual podemos ponernos en contacto, acerca de la necesidad indispensable, en este mismo momento, de huir de la ira venidera y buscar el camino de la salvación, huyendo hacia aquel bendito Salvador quien murió en la cruz para nuestra salvación; quien está con los brazos abiertos para recibir a todos aquellos que vienen a Él.
Wicklow / Irlanda
C. H. Mackintosh
Nació en octubre de 1820 en el Condado de Wicklow, Irlanda,y falleció en noviembre de 1896 en Cheltenham, Reino Unido. Fue un predicador cristiano del siglo XIX, escritor de comentarios bíblicos, editor de revistas y miembro de los Hermanos Plymouth .