“En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” Mateo 18:3
La Escritura establece este punto de un modo tal como para no dejar ningún terreno posible de objeción para cualquiera que se incline a su santa autoridad. Esto se aplica, en toda su fuerza moral y su profunda solemnidad, a todo hijo e hija del caído Adán. No existe algo similar a una solitaria excepción, en todos los miles de millones que pueblan este globo. Sin conversión, no hay – no puede haber, entrada al reino de Dios. Toda alma inconversa está fuera del reino de Dios. No importa, en el más mínimo grado, quién soy yo, o qué soy yo; si yo no estoy convertido, estoy en «el reino de las tinieblas», bajo el poder de Satanás, en mis pecados, y camino al infierno.
Yo puedo ser una persona de una ética irreprensible; de una reputación sin mancha; un elevado profesante de la religión; puedo ostentar un cargo en alguna rama de la iglesia profesante; puedo ser un ministro ordenado; un diácono, pastor u obispo; un individuo muy caritativo; un munificente donante a instituciones religiosas y de beneficencia; respetado, y reverenciado por todos debido a mi valor personal e influencia moral. Yo puedo ser todo esto y más; puedo ser, y puedo tener, todo lo que es posible que un ser humano sea o tenga, y con todo, no ser convertido, y por ello estar fuera del reino de Dios, y en el reino de Satanás, en mi culpabilidad, y en el camino ancho que conduce directamente hacia abajo, al lago que arde con fuego y azufre.
Sin conversión, no hay – no puede haber, entrada al reino de Dios. Toda alma inconversa está fuera del reino de Dios.
Tal es el significado llano y obvio, y la fuerza, de las palabras de nuestro Señor en Mateo 18:3. No hay posibilidad de evadirlo. Las palabras son tan claras como un rayo de sol. No podemos pasarlas por alto. Ellas abruman, con lo que podemos verdaderamente llamar solemnidad, a toda alma inconversa en la faz de la tierra. «Si no os convertís… no entraréis en el reino de los cielos.» Esto se aplica, con igual fuerza, al degradado borracho que rueda a lo largo de la calle, peor que una bestia, y al buen temperante o abstemio inconverso que se enorgullece de su sobriedad, y que se está jactando perpetuamente del número de días, semanas, o años durante los cuales él se ha abstenido de toda bebida embriagadora. Ambos están igualmente fuera del reino de Dios; ambos en sus pecados; ambos están de camino a la destrucción eterna.
Es verdad que uno de ellos ha sido convertido de la embriaguez a la sobriedad – una bendición muy grande efectivamente, bajo un punto de vista moral y social – pero la conversión de la embriaguez a una sociedad de abstinencia no es conversión a Dios; no es volverse de las tinieblas a la luz; no es entrar en el reino del amado Hijo de Dios. Hay simplemente esta diferencia entre las dos: que el abstemio puede estar edificando vanagloriosamente en su moralidad, y engañándose así él mismo en la vana noción de que él está bien, mientras que en realidad, él está totalmente mal. El borracho está palpable e inequívocamente mal. Todos saben que un bebedor está yendo precipitadamente, y con pasos pasmosamente rápidos, a aquel lugar donde no encontrará ni una gota de agua para refrescar su lengua. Está claro que ningún borracho puede heredar el reino de Dios (1 Corintios 6:10); y tampoco lo puede heredar un abstemio inconverso. Ambos están fuera. La conversión a Dios es absolutamente indispensable tanto para el uno como para el otro; y lo mismo se puede decir de todas las clases sociales, de todas las categorías, de todos los matices de pensamiento, de todas las castas y condiciones de los hombres bajo el sol. No hay diferencia en cuanto a esta gran cuestión. Ello es válido para todos por igual, cualquiera que sea su carácter externo o su condición social – «Si no os convertís… no entraréis en el reino de los cielos.»
Todos saben que un bebedor está yendo precipitadamente, y con pasos pasmosamente rápidos, a aquel lugar donde no encontrará ni una gota de agua para refrescar su lengua.
Cuán importante es, entonces – sí, cuán trascendental es la pregunta para cada uno, «¿Soy yo convertido?» No es posible para el lenguaje humano presentar la magnitud y solemnidad de esta interrogante. Que alguno piense continuar, de día en día, y de año en año, sin un claro y acabado arreglo de esta pregunta de tan gran peso, sólo puede ser considerado como la locura más atroz de la que un ser humano puede ser culpable. Si un hombre tuviera que dejar sus asuntos terrenales en una condición incierta, pendiente, él se expondría a ser acusado de la negligencia más culpable y descuidada. Pero, ¿qué son los asuntos más urgentes y de peso cuando son comparados con la salvación del alma? Todas las preocupaciones del momento no son sino como el tamo de las eras del verano, cuando se comparan con los intereses del alma inmortal – las grandes realidades de la eternidad.
Por ello es, en el mayor de los grados, irracional que alguien permanezca por una sola hora sin una clara y zanjada seguridad de que es verdaderamente convertido a Dios. Un alma convertida ha cruzado el límite que separa el que es salvo del que no es salvo – los hijos de la luz de los hijos de las tinieblas – la iglesia de Dios y el mundo del maligno. El alma convertida tiene la muerte y el juicio detrás de ella, y la gloria delante de ella. Está tan segura de estar en el cielo como si ya estuviese allí; de hecho ya está allí en espíritu. Tiene un título sin mancha, y una perspectiva sin una nube. Conoce a Cristo como su Salvador y Señor; a Dios como Su Padre y Amigo; al Espíritu Santo como su bendito Consolador, Guía y Maestro; conoce el cielo como su resplandeciente y feliz hogar. ¡Oh! la inefable bendición de ser convertido. ¿Quién puede expresarlo? «cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han entrado al corazón del hombre, son las cosas que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló [a los creyentes] por medio del Espíritu, porque el Espíritu todo lo escudriña, aun las profundidades de Dios.» (1 Corintios 2: 9, 10 – LBLA).
Y ahora indaguemos qué es la conversión, de la que nosotros hablamos. Bueno será para nosotros, de hecho, que seamos divinamente enseñados en cuanto a esto. Un error aquí demostrará ser desastroso en proporción a los intereses que están en juego.
Todas las preocupaciones del momento no son sino como el tamo de las eras del verano, cuando se comparan con los intereses del alma inmortal – las grandes realidades de la eternidad.
Muchas son las nociones equivocadas referidas a la conversión. Verdaderamente podríamos concluir, del hecho mismo de la inmensa importancia del tema, que el gran enemigo de nuestras almas y del Cristo de Dios procurará, en todos las maneras posibles, sumergirnos en el error con respecto a ello. Si él no puede tener éxito en mantener a las personas en una indiferencia con una risa disimulada en cuanto al tema de la conversión, él se esforzará en cegar sus ojos en cuanto a su verdadera naturaleza. Si, por ejemplo, una persona ha sido despertada, por alguno u otro medio, para tomar conciencia de la completa vanidad y de la falta de satisfacción de los entretenimientos mundanos, y de la urgente necesidad de un cambio de vida, el archi-engañador procurará persuadir a tal persona a hacerse religiosa, para que se ocupe de ordenanzas, ritos y ceremonias, para que abandone bailes y fiestas, teatros y conciertos, y la bebida; en una palabra, que abandone toda clase de alegre diversión y entretenimiento, y que se comprometa en lo que es llamado ‘una vida religiosa’, ser diligente prestando atención a las ordenanzas públicas de la religión, leer la Biblia, decir oraciones, y dar limosnas.
Verdaderamente podríamos concluir, del hecho mismo de la inmensa importancia del tema, que el gran enemigo de nuestras almas y del Cristo de Dios procurará, en todos las maneras posibles, sumergirnos en el error con respecto a ello.
Ahora bien, esto no es conversión. Una persona puede hacer todo esto, y con todo, ser totalmente inconversa. Un religioso devoto cuya vida es gastada en vigilias, ayunos, oraciones, auto mortificaciones y actos de misericordia, puede ser tan completamente inconversa, estar tan lejos del reino de Dios como el incauto cazador de placeres, que gasta su vida completa en la prosecución de objetos tan inservibles como la hoja marchita o la mustia flor. Los dos caracteres,sin duda, se diferencian ampliamente – tan ampliamente, quizás, como dos cosas se pueden diferenciar. Pero ambos son inconversos, ambos están fuera del bendito círculo de la salvación de Dios, ambos en sus pecados. Es verdad, uno está empeñado en «malas obras», y el otro en «obras muertas»; ambos están fuera de Cristo; no son salvos; están en camino a la miseria sin esperanza e interminable. El uno, tan ciertamente como el otro, si no son convertidos en forma salvadora, hallarán su porción en el lago que arde con fuego y azufre. De nuevo, la conversión no es que uno se cambie de un sistema religioso a otro. Un hombre puede volverse del Judaísmo, Paganismo, de la religión Musulmana, o Catolicismo, al Protestantismo, y sin embargo, ser totalmente inconverso. Sin duda, mirado desde un punto de vista social, moral, o intelectual, es mucho mejor ser un Protestante que un Musulmán; pero con respecto a nuestra presente tesis, ambos están en una plataforma común, ambos son inconversos. De uno, tan verdaderamente como del otro, se puede decir que, a menos que sea convertido, no puede entrar en el reino de Dios. La conversión no es unirse a un sistema religioso, por muy puro que sea ese sistema, por muy sano, por muy ortodoxo. Un hombre puede ser un miembro del cuerpo religioso más respetable que pueda existir a todo lo largo y ancho de la Cristiandad, y sin embargo ser un hombre inconverso, no salvo, en su camino a la eterna perdición. ¿De qué le sirve, podemos lícitamente preguntar, un sistema religioso o un credo teológico a un hombre que no tiene ni una sola chispa de vida divina? Los sistemas y los credos no pueden dar vida, no pueden salvar, no pueden dar vida eterna. Un hombre puede trabajar en su maquinaria religiosa como un caballo en un molino, dando vueltas y vueltas, de un fin de año a otro, partiendo justo del lugar donde antes había comenzado, en una deprimente monotonía de obras muertas. ¿Qué valor tiene todo esto? ¿Qué resulta de todo esto? ¡Muerte! Sí; y entonces, ¿qué? ¡Ah! esa es la pregunta. ¡Quisiera Dios que el peso y la seriedad de esta pregunta fuese más plenamente comprendida!
¡Oh! lector, quienquiera que tú seas, te rogamos, pon tu atención fija en estas cosas. No descanses, ni por una hora, hasta que estés seguro de tu genuina, inequívoca, conversión a Dios.
Wicklow / Irlanda
C. H. Mackintosh
Nació en octubre de 1820 en el Condado de Wicklow, Irlanda,y falleció en noviembre de 1896 en Cheltenham, Reino Unido. Fue un predicador cristiano del siglo XIX, escritor de comentarios bíblicos, editor de revistas y miembro de los Hermanos Plymouth .