¡NO SE ESCANDALICE CON EL SEÑOR!

«Bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí… Estas cosas os he hablado, para que en mí no tengáis tropiezo» (Mt. 11:6, Jn. 16:1)

Uno de los mayores peligros de la vida cristiana se esconde en el sencillo camino del discipulado: Es el peligro de escandalizarse con Cristo. La comunión a la cual el evangelio nos convoca inevitablemente trae un constante, nuevo y humillante descubrimiento del yo, una inevitable perturbación del orden establecido en nuestra vida, puesto que la voluntad del Señor va a corregir y oponerse a la nuestra, y habrá un esfuerzo incesante para alcanzar el ideal, esto es, hacer que nuestra vida como seguidores corresponda, de forma creciente, a la suya como precursor.

Y el peligro está en que somos capaces de reprobar la prueba y el entrenamiento de todo eso, de volvernos atrás y no caminar más con Él, de llegar a escandalizarnos de Él. Siempre es posible, aun a pesar de la confesión sincera del alma, que aquello que Dios entiende por bendición se transforme en una enfermedad para nosotros, debido a nuestras interpretaciones equivocadas. Es siempre peligrosamente posible que la luz de hoy se convierta en profundas e impenetrables tinieblas mañana, por causa de nuestra falla en obedecerle y mantenernos caminando con El, sea por nuestro atraso o el desvío de la dirección constreñidora de la comunión con Cristo. Los hombres, en este sentido, se ponen inconsciente e imperceptiblemente muy lejos de los límites de las influencias comunes de Cristo y se tornan, tal como las inestabilidades del mar, en ocasiones de peligro y desastre para otras incontables vidas.

Pero Cristo, con aquella absoluta franqueza que es gran parte de su actividad con los hombres, no puede ser acusado por esas lamentables deficiencias. Porque Él nunca ocultó que existía la posibilidad no premeditada de ofendernos con Él. En su evangelio, Él une las bienvenidas con la advertencia, como nadie lo hizo jamás. Su Palabra, mientras abre el corazón de Dios para nuestra percepción, abre también nuestro propio corazón para nosotros. Por medio de Él conocemos al Padre y nos conocemos a nosotros mismos. Él nos revela la total fidelidad de Dios, pero revela también la inestabilidad de nuestra propia voluntad y lo indignas de confianza que son nuestras propias emociones. Él no nos trata como a hombres perfectos, sino como a hombres reales, y nos advierte respecto de la mortandad que en medio del día destruye y de la pestilencia que anda en la oscuridad (Sal. 91:6). Es por eso que a los más serios y a los que se juzgan a sí mismos Él dice: «Bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí». La implicación es obvia y amenazadora, pero la realidad y la riqueza de Su gracia es la respuesta suficiente y tranquilizadora para cada uno de nuestros temores. La bienaventuranza de no escandalizarse, pese a todo el peligro exterior y a la debilidad interior, está al alcance de cada uno. Y es bienaventuranza de verdad.

Sin embargo, es necesario recordar el significado de la palabra escandalizar. En su forma original, tiene la idea de “capacidad de provocar tropiezo”, de modo que podemos traducir y ampliar esa palabra de Cristo así: «Bienaventurado es aquel que no halla en mí ningún motivo de tropiezo; que puede mantener los pies en mis caminos; que no resbala por cualquier obstáculo en el camino por el cual lo he conducido». Él usa la palabra en ese sentido muy frecuentemente como, por ejemplo, cuando dice que la mano o el ojo puede ser un motivo de tropiezo para un hombre; cuando denuncia a aquellos que causan tropiezos en los pequeños y cuando declara que en el día de Su gloria todas las cosas que causan tropiezo serán quitadas de Su reino (Mt. 5:29-30; 18:6; 13:41).

Pero Él nunca hace uso de esta palabra de modo tan sorprendente como al declarar la posibilidad de que los hombres hallen en Él causa de tropiezo. Estamos preparados para encontrar eso en el mundo, en la oposición del diablo, en la probada insinceridad de los demás – pero ¿en Él? ¡Esta es, sin duda, la más ofensiva de todas sus advertencias!

Es siempre peligrosamente posible que la luz de hoy se convierta en profundas e impenetrables tinieblas mañana, por causa de nuestra falla en obedecerle y mantenernos caminando con El, sea por nuestro atraso o el desvío de la dirección constreñidora de la comunión con Cristo.

Porque en Él encontramos vida y salvación, liderazgo y paz, inspiración y satisfacción. Sólo pensar en que sea posible hallar en Él motivo de ofensa casi nos confunde. Si esa palabra se aplicase a las gentes del mundo, provocaría una pequeña o ninguna sorpresa. Por ejemplo: No nos sorprende mucho el hecho de que Él haya sido tratado de modo tan desdeñoso por aquellos que le conocían muy bien y que decían: «¿No es éste el hijo del carpintero?» (Mt. 13:55). Ni nos sorprende totalmente descubrir que los fariseos se ofendieran en Él cuando les habló de los malos pensamientos, adulterios, homicidios y cosas semejantes que proceden del corazón de los hombres (15:12-20), pues sus palabras los convencieron de pecado. No nos sorprende mucho el hecho de que Él viniera a ser una roca de tropiezo para aquellos que son abiertamente desobedientes a sus órdenes (1 P. 2:8). Pero que sus propios amigos, aquellos que realmente le conocen y fueron admitidos en la intimidad de la comunión con Él, puedan hallar en Él alguna causa de tropiezo, escándalo u ofensa es muy, pero muy extraño. El misterio mismo que encierra todo eso es una advertencia para que estemos precavidos.

¡Qué prueba para un hombre como ese! 

La primera de esas advertencias nos da la clave para su significado. Juan el Bautista estaba confinado en la prisión, a orillas del Mar Muerto, como resultado de haber vivido una vida de la mayor fidelidad. Él había sido totalmente leal a Cristo, admirable en determinación en cuanto a su misión, maravillosamente valiente en la proclamación del mensaje a él confiado, y, aún así, todo terminó en una prisión.

Parecía que su fe, su autorestricción, su disposición para menguar a fin de que Cristo pudiese crecer no habían sido reconocidas, sino ignoradas. Su experiencia contradecía tan completamente la seguridad en Dios, que hacía fácil entender la perplejidad de su mente cuando envió a sus discípulos a Cristo con la dramática pregunta: «¿Eres tú aquel que había de venir?» (Mt. 11:3). Porque aquí está Alguien que explícitamente vino para libertar a los cautivos, pero aún así, no liberta al hombre que, más que ningún otro, parecía tener derecho a exigir algo de Él. Jesús proclamó su propia misión en términos de simpatía y amor por los abatidos de espíritu y, aún así, aquí está un hombre en esas condiciones a quien Él parece no notar.

¿Es de admirar que, al final, la duda había vencido a la fe, de modo que Juan el Bautista envió los mensajeros a Cristo, con la esperanza de que Él se declare de modo claro, y explique tal experiencia totalmente inexplicable y contradictoria a aquel que, por un precio muy alto para sí mismo, mantuvo una dedicada lealtad al Hijo de Dios? La única respuesta de Cristo a los mensajeros es una demostración de su poder soberano sobre las fuerzas del mal y de la muerte, una recomendación para que dijesen a Juan lo que habían visto, y este mensaje que exige de su parte una esperanza nueva y triunfante: «Bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí». Eso significa que en el camino de la bendición siempre será posible experimentar la providencia divina de ser probados. Su significado es que existe paz real sólo para el hombre que confía en Cristo aunque no tenga ayudas externas para la fe, que cree en Él cuando ve sólo la aparente negación de su confianza y que se afirma en su lealtad a Cristo sin tropezar cuando el trato de Cristo prueba su perseverancia al grado máximo.

La segunda de las palabras de Cristo que citamos al comienzo, nos ayuda a entender cómo su mensaje a Juan también se aplica a nosotros: «Estas cosas os he hablado, para que en mí no tengáis tropiezo». Ellas fueron pronunciadas en la víspera de Su partida, cuando las ardientes pruebas del discipulado estaban aún por ser experimentadas por sus seguidores. E indican que ellos necesitarían mantener el alma en las cosas que Él les habló con respecto a Su propósito y poder, si querían evitar el peligro del tropiezo y del alejamiento de Él. Porque ellos son constreñidos a entrar en experiencias de prueba y esfuerzo a medida que evidencien sus votos de consagración. «En aquellos días», dice Cristo, «sean verdaderos a aquella mejor experiencia que tuvieron de mí. Descansen en aquello que ningún hombre puede quitar de ustedes: El conocimiento personal que poseen de mi gracia. Apéguense a lo que les he hablado y mostrado. Sean leales a mí. Confíen totalmente en mí, a pesar de todo misterio inexplicable y de cualquier tribulación aparentemente innecesaria. Y así ustedes no tropezarán, sino que serán fortalecidos por esas mismas cosas que están dentro de mi voluntad».

Decir que Cristo no sólo domina a los hombres, sino que también los ilusiona, no significa que seamos desleales a Él. Mientras Él los bendice, también los confunde por ser Sus caminos y pensamientos tan incomparablemente más elevados que los nuestros. Él nos induce al amor y a la lealtad, pero también nos desorienta al punto de perturbarnos. Él ciertamente responde a las preguntas de nuestro corazón, pero al mismo tiempo despierta más preguntas de las que responde. Y, en la vida de todo aquel que realmente le sigue, siempre habrá, como hubo en Su propia vida, algún «¿por qué?» muy grande no respondido. Ninguno de nosotros jamás estará exento de la necesidad de adquirir por la fe y la paciencia la bienaventuranza de no escandalizarnos del Señor.

Imagine un ejemplo típico de escándalo. Normalmente no se trata de una apostasía abierta, de una renuncia fría a la verdad o de una negación amarga de la experiencia pasada. Al contrario, el escándalo comienza con el desengaño de alguna esperanza, la falla de una expectativa, al agotamiento de una oración no respondida, o el dolor del corazón que parece no obtener ninguna respuesta compasiva de Dios. Todo eso genera una desconfianza silenciosa e indestructible; y a medida que meditamos en ella, surge una sensación de injusticia, un sentimiento de no haber sido tratados de forma justa por Cristo, que crece y se transforma en un serio resentimiento. Hasta que, después de algún tiempo, Su yugo se torna cansador, y cuestionamos Su derecho de controlar nuestra vida. El fin de todo es un repudio secreto de su Señorío y una renuncia externa de todas las metas e intereses espirituales. Este es un caso típico de escándalo en Cristo. Y cuántos hay a nuestro alrededor cuya vida puede ser descrita así. Pequeños principios de desconfianza crecen hasta convertirse en los mayores desastres. Si dos líneas paralelas fueran continuadas hasta el infinito, nunca habría ninguna variación de distancia entre ellas. Pero deje que haya entre ellas una divergencia en algún punto del grosor de un cabello, entonces, cuanto ellas más avancen, más amplia se tornará la divergencia, hasta que las separará un universo de distancia. Así es con nuestra comunión con Cristo. La menor desconfianza o desobediencia se reviste con la potencialidad del infinito; y si ella no fuere descubierta y confrontada habrá fatalmente una eternidad de distancia entre el alma y el Salvador. Por lo tanto, si consideramos algunas de las inmutables certezas peligrosas del tropiezo en Cristo, podremos establecer también una nueva relación de confianza implícita con nuestro Señor y seremos salvos de este peligro amenazador. Y éste es, ciertamente, el propósito de Su palabra de advertencia.

La severidad de Sus exigencias 

Cuando, en los primeros tiempos, fuimos a Cristo, el camino parecía cubierto de rosas y el aire impregnado de perfumes fragantes y suaves. Por algún tiempo, Cristo fue absolutamente franco con nosotros, al no esconder nada de las dificultades y conflictos que debemos soportar. Nuestra capacidad de entendimiento era tan limitada que sólo podíamos ver una cosa cada vez, y esa cosa era que Cristo llenaba todas nuestras necesidades de las que teníamos conciencia inmediata. Así marchamos al son de una alegre melodía con la cual nuestro corazón estaba afinado.

Pero, al poco tiempo descubrimos que las condiciones del compañerismo son severas. Por ejemplo: Vemos que una separación verdadera del mundo en espíritu y propósito es totalmente necesaria para mantener la comunión. Descubrimos que no podemos marchar al son de dos melodías al mismo tiempo ¡y las melodías del mundo son realmente seductoras! Aprendemos que no podemos marchar con Él y con la opinión popular al mismo tiempo; con Él y con el mundo; y no siempre con Él y con la iglesia que sólo exteriormente se profesa.

Y cuando se hace ese descubrimiento, sucede frecuentemente que los hombres se escandalizan de Él, pues Su exigencia encierra una perturbación de alto precio en el ajuste de la vida hogareña, de la vida financiera y social, conforme a Su norma. Posiblemente puede significar para algunos renunciar a alguna especie de popularidad que existe sólo por causa de un silencio vergonzoso en relación con Él. Para otros, puede ser la ruptura de lazos que se tornaron en gran parte de sus vidas, y el sacrificio de la prosperidad material que tiene algo de injusta. Para todos significa el fin de la satisfacción propia, la crucifixión con miras a la coronación, la destronización para que haya una entronización.

Y cuando todo eso es entendido claramente, entonces ocurre que los hombres se ofenden con Cristo. Cuando Él dice: «Corta tu mano derecha, arranca tu ojo derecho, abandona todo lo que tienes, toma la Cruz y sígueme», entonces surge la prueba que determina todo. Generalmente los hombres retroceden para no andar más con Él. ¡No es porque no le entiendan, sino porque le entienden muy bien! Cuando Él es reconocido, no sólo como el Cristo de corazón compasivo, sino también como el Cristo de rostro firme, entonces es grande la bendición de aquel que no se escandaliza.

El misterio de sus contradicciones 

Generalmente, tenemos la impresión de que Cristo no simpatiza con nuestros mejores deseos, aquellos que tienen origen en nuestra comunión con Él. Por ejemplo: Usted desea realizar algún gran servicio y cubrir alguna esfera amplia, pero la respuesta de Cristo a su deseo es dirigirlo a enfrentar las dificultades de una obra pequeña, en un lugar donde el reconocimiento de su trabajo es mínimo o nulo. Usted pide trabajo espiritual y todo lo que se le concede es una rutina monótona de obligaciones seculares. Y usted corre el riesgo de escandalizarse con Él, simplemente por tener justificaciones insignificantes para el trato de Él con su elevado propósito.

«Bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí». Eso significa que en el camino de la bendición siempre será posible experimentar la providencia divina de ser probados.

O puede ser que usted pidió el don del descanso y reclamó sus grandes promesas en ese sentido, pero la respuesta vino en la necesidad de conflicto severo y continuo. Las llamas de la tentación relucen a su alrededor, no en pequeña cantidad, sino de forma más feroz que nunca, y usted queda tan confuso como ofendido delante de tal cumplimiento de la Palabra sobre la cual usted esperaba. Tal vez usted haya deseado una vida menos sobrecargada y extenuante, pero la única respuesta del Señor vino en forma de cargas aún más pesadas. Y usted está próximo a quedar escandalizado con Él. El misterio de todo eso frustra cada propósito serio, y la tentación para desconfiar algunas veces es demasiada.

Tal vez nos ayude recordar el simple hecho de que Él sabe y hace exactamente aquello que es mejor para el desarrollo y represión de nuestra vida. En verdad, Él no sólo no simpatiza con nuestro egoísmo: Él busca destruir dentro de nosotros cualquier cosa que tenga el gusto de amor propio, vanagloria, autosuficiencia, y reproducir en nosotros algo de la belleza de Su propio carácter. En sus contradicciones, correctamente comprendidas, podemos ver la expresión de Su perfecta sabiduría respecto a nuestros más elevados intereses y también a los intereses del Reino del cual nos ha concedido participar. Así, es «Bienaventurado aquel que no halla tropiezo», que acepta la dirección de Cristo como Su amor y confía en Él aún «cuando el simple confiar en Él parece ser la más difícil de todas las cosas».

La lentitud de Sus métodos 

Vamos a Cristo y colocamos nuestra vida bajo Su control, en la esperanza de una inmediata liberación que nos eleve por encima de toda preocupación respecto a la tentación y las fuerzas que se oponen a nosotros. Pero cuán desalentadoramente lenta es la realización de eso, y cuán difícilmente son ganadas las victorias aún cuando somos fortalecidos por su Espíritu.

Luego descubrimos que la vida no es una canción, sino una guerra; que la gracia de Cristo no es un mero éxtasis, sino una energía que opera dolorosamente por la justicia en nosotros, y que se exige de nosotros toda vigilancia, sea para ocupar el terreno ya conquistado o para conquistar nuevos territorios. Y la lentitud de Cristo en nuestros propios conflictos espirituales generalmente es causa de tropiezo para nosotros. Eso, porque desalienta, como ninguna otra cosa, nuestras esperanzas, contradice nuestros conceptos errados de una victoria fácil y pasiva sobre nuestras fuertes enemistades. Pero, en verdad, ese método, lento según nos parece, es el único que Él podría adoptar, teniendo en cuenta la grandeza de Su propósito y la contrariedad de nuestra naturaleza. Y cada experiencia de victoria, por pequeña e insignificante que sea, es una profecía del definitivo y completo triunfo final.

Si usted fuere al Observatorio Real de Greenwich, verá un instrumento delicado, por medio del cual los astrónomos miden la distancia de las estrellas y también su grandeza. Sobre un espejo sensible es reflejada la luz de los puntos de la estrella; y una medida de los ángulos en los cuales cualquiera de los rayos coinciden proporciona informaciones suficientes para todos los maravillosos cálculos de millones de kilómetros. Y así sucede en nuestra vida. Por la estimación de lo que Cristo ya hizo, somos asegurados de Su propósito inmutable. Cada partícula de experiencia de Su poder para santificar, purificar, redimir y librar es profética en lo tocante al todo: «Aquel que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará» (Fil. 1:6). Y si nos aferramos a este hecho encontraremos en Él inspiración para proseguir firmes en la fe, y no seremos escandalizados por el hecho de que Él trabaje en forma tan lenta, pero segura.

Tal vez nos ayude recordar el simple hecho de que Él sabe y hace exactamente aquello que es mejor para el desarrollo y represión de nuestra vida.

Lo mismo es verdad también con respecto al progreso del Reino, a cuyos intereses fuimos llamados a servir. Cuán frecuentemente encontramos, en la lentitud con que son alcanzados los resultados espirituales, motivo de tropiezo en Cristo. Comenzamos esperando que, cuando exaltemos a Cristo, multitudes se unirán a Él. Imaginamos que sólo necesitamos trabajar fielmente al servicio de Dios y del hombre, y los resultados serán manifestados con seguridad. ¡Pero cuán diferente es lo que sucede! ¡Cuán difícilmente las almas son persuadidas y ganadas! ¡Cuán verdadero es que la cizaña crece juntamente con el trigo! ¡Cuán cierto es que aquel que va llevando la preciosa semilla necesita de las lágrimas cuando siembra! (Sal. 126:6).

Y la dificultad para creer que Dios está en el campo, cuando permanece bastante invisible, es demasiado para algunos que comienzan a trabajar para Él con elevadas esperanzas y creencias valerosas, que parecen ser todas injustificadas. A semejanza de los discípulos, ellos piensan que el Reino de Dios debe venir inmediatamente; y en la disciplina de su entusiasmo y en la conversión de su consagración en constancia, ellos quedan en condiciones de tropezar. No sería difícil citar ejemplo tras ejemplo para probar eso en la obra espiritual, pues cuando los resultados son poco visibles, generalmente los ejemplos son muy reales. El obrero que prosigue sin el estímulo del éxito exterior, que sostiene el testimonio del Señor aun cuando es confrontado por la fría indiferencia, que lleva adelante la obra de Cristo en la inspiración dedicada de saber que se trata de la obra de Él, es quien alcanza la bienaventuranza de no escandalizarse. Y parte de eso está en la cosecha inevitable de toda su siembra y en el galardón seguro por todo su servicio.

La irracionalidad de Sus silencios 

Pero, tal vez, como cumbre y por encima de esas causas sugeridas de tropiezo en Cristo está la irracionalidad de Sus silencios. Yo simpatizo totalmente con Juan el Bautista en su perplejidad: «Si éste es realmente el Cristo, ¿porque Él no actúa como Cristo? ¿Por qué Él no hace nada para libertar a Su mensajero cautivo o para traer paz a su corazón turbado?». Una visita de Cristo cambiaría su prisión en un palacio. Un apretón de manos de Él transformaría las tinieblas de Juan en gloria. Pero Jesús no le concedió eso. Lo mismo sucedió en Betania, cuando Él dejó a Marta y a María entregadas a la tristeza por dos largos y enfadosos días. Yo me identifico con ellas en su total incapacidad de comprender la demora de Cristo a la luz de su amor; y también en la protesta implícita en la palabra con la cual lo saludaron: «Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto». Su silencio parecía totalmente injustificable.

Y todavía parece injustificable cuando aparentemente Él no presta atención a nuestras oraciones, y clamamos hacia un cielo silencioso.

¿Quién no conoce esta amarga experiencia, así como la sutil tentación emboscada allí? Usted ha orado por la conversión de sus seres queridos, pero todavía hoy ellos permanecen inflexibles e indiferentes como siempre. Usted oró por cosas temporales que parecen totalmente necesarias, y no vino ninguna respuesta. Usted buscó alivio de alguna carga opresiva, pero ningún alivio le fue concedido, y hoy la carga está más pesada que antes. Y el pensamiento de que el silencio de Cristo es injustificable nunca está demasiado lejos. La lealtad a Él se torna algo enfadosamente cansador, llegando casi a la fatiga. Es casi justificable escandalizarse con Él.

Cuán frecuentemente encontramos, en la lentitud con que son alcanzados los resultados espirituales, motivo de tropiezo en Cristo. Comenzamos esperando que, cuando exaltemos a Cristo, multitudes se unirán a Él.

Pero así como sucedió con Juan en la prisión y con las hermanas en Betania, y multitudes de otros en todas las épocas, Él no está distraído, aunque Su silencio parezca indicar eso. Él está entrenándolos a ellos y a nosotros, para entender la fe, para vivir en la esfera de lo invisible y eterno, para andar en Sus propios pasos. Algunas veces lo que llamamos «oración no respondida» es, sin ninguna duda, prueba de una bendición mucho mayor que la respuesta deseada posiblemente podría haber sido. Cuando Cristo responde nuestros pedidos con un «no», podemos estar seguros de que un «sí» habría sido para nuestro perjuicio. Él retiene misericordias secundarias para enseñarnos la importancia y el valor de las principales. Sus negativas son para enriquecernos y no para empobrecernos, pues Sus propósitos son ampliamente más vastos que nuestras oraciones; y mientras Su hablar pueda ser como la plata, Su silencio es como el oro. «Bienaventurado es el que no halla en mí motivo de tropiezo».

«Estas cosas os he dicho para que, a pesar de la severidad de mis exigencias, del misterio de mis contradicciones, de la lentitud de mis métodos, de la irracionalidad de mis silencios, no se escandalicen».

¿Qué cosas eran éstas? ¿Qué dará seguridad a su pueblo contra el peligro de la traición? ¿Cuáles son las seguridades permanentes de nuestra fe? En una palabra: La confianza en Su camino delante de nosotros – «Yo he venido de mi Padre», «Yo voy al Padre», «Yo soy el camino». Después, la certeza de Su amor por nosotros: «El Padre mismo os ama». Y, en fin, la constancia de Su unión con nosotros: «Ustedes en mí, y yo en vosotros». Estas son las verdades-embrión de todas Sus advertencias. Y la expansión de ellas está en la vida de los que le pertenecen. Bienaventurado es aquel que, descansando en estos hechos de Dios, hace de ellos los elementos de su propia vida y prosigue sin escandalizar y sin escandalizarse, siempre radiante con «la paz que excede todo entendimiento», y se va tornando, de forma creciente, en parte de la iluminación del mundo a medida que refleje a su Señor. Pero tengamos cuidado para no colocar ningún valor inadecuado sobre nuestra simple comprensión de esta verdad. Tengamos cuidado para no sobrestimar la fuerza de nuestras resoluciones y recursos.

Tengamos cuidado para no decir algo como: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré» (Mt. 26:33). Antes, en una dependencia sensible y humilde de Cristo, que siempre se expresa en una devoción y lealtad férrea a Su Palabra, busquemos vivir como hombres cuya fe se manifiesta. Pues ésta es la condición que gobierna toda la bienaventuranza de aquel que no se escandaliza, de aquel que no halla en el Señor motivo de tropiezo, de aquel que no se ofende con su Señor.

Londres / Inglaterra

T. Austin Sparks

Nació en Londres en 1888. Fue un evangelista y autor cristiano británico. Fue educado en Escocia. Es allá donde en 1906 fue ganado para Cristo por medio de jóvenes cristianos que compartían su fe en las calles de Glasgow, tenía entonces 17 años.