MARTÍN LUTERO

“Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá. (Ro. 1:17)

Un día de julio de 1505, Lutero, un brillante estudiante de Leyes, regresaba a la Universidad de Erfurt luego de visitar a sus padres, y una tormentase desató en los cielos sobre él, un rayo descendió con furia desde lo alto y lo tumbó al suelo. Aquel joven luchó consigo mismo para levantarse en medio de la lluvia y el sonido de los relámpagos. Entonces, aterrorizado, pronunció un voto solemne cargado de angustia: “¡Ayuda, santa Ana! ¡Me convertiré en monje!”

Refiriéndose a esa experiencia, el biógrafo Richard Baiton señala: “El hombre que así invocó a un santo, repudiaría más tarde el culto de los santos. El que juró convertirse en monje, más tarde renunció al monasticismo. Un hijo leal de la Iglesia Católica, más tarde destrozaría la estructura del catolicismo medieval. Siervo devoto del Papa, más tarde identificó a los papas con el Anticristo. Este joven era Martín Lutero”.

Su vida revela que uno de los legados más importantes es su ejemplo de confianza en la Palabra de Dios. Lutero decía: “El hombre que quiera oír hablar a Dios, que lea las Santas Escrituras”. Como el historiador Stephen Nichols afirma: “El verdadero personaje en el día de la Reforma no es Lutero: es la Palabra de Dios”.

Su confianza en la Biblia lo llevó a ser valiente al proclamar el Evangelio y descansar en su poder. “Ustedes, papistas, nunca lograrán lo que desean, hagan lo que hagan. Todos se rendirán ante el Evangelio que yo, Martín Lutero, he predicado. El Papa, los obispos, monjes, reyes, príncipes, demonios, la muerte, el pecado y todo aquello que no es Cristo ni está en Cristo, serán subyugados por este Evangelio”. Así se expresó el monje que Dios usó para cambiar al mundo.

A fin de dar el debido valor a la obra de Martín Lutero, es necesario recordar el obscurantismo y la confusión que reinaban en la época que él nació. Se calcula que por lo menos un millón de albigenses habían sido muertos en Francia en cumplimiento de una orden del Papa, que decía que esos “herejes” (que sustentaban la Palabra de Dios) fuesen cruelmente exterminados.Wycliffe, considerado como “la estrella del alba de la Reforma Inglesa”, había traducido la Biblia a la lengua inglesa (en 1382). Juan Hus, discípulo de Wycliffe, había muerto en la hoguera, suplicando al Señor que perdonase a sus perseguidores. Jerónimo, de Praga, compañero de Hus, y también un erudito, había sufrido el mismo suplicio, durante el cual estuvo cantando himnos en las llamas hasta que exhaló su último suspiro. Juan Wessel, un notable predicador de Erfurt, había sido encarcelado por enseñar que la salvación se obtiene por gracia; aprisionaron su frágil cuerpo entre hierros, donde murió, lo cual sucedió en 1489, seis años después del nacimiento de Lutero. En Italia, quince años después del nacimiento de Lutero, Savonarola, un hombre dedicado a Dios y fiel predicador de la Palabra, fue ahorcado, y su cuerpo fue reducido a cenizas, por orden de la iglesia católica.

Fue en tal época que nació Martín Lutero, resonando así las palabras de uno de sus predecesores reformistas, Juan Hus, quien dijo en la cárcel, cuando fue sentenciado por el Papa a ser quemado vivo: “Pueden matar el ganso (en su lengua ‘hus’ quiere decir ganso), pero dentro de cien años aparecerá un cisne que no podrán quemar.”

Mientras caía la nieve y el viento helado aullaba como una fiera alrededor de la casa, nació ese “cisne”, en Eisleben,  Alemania. Al día siguiente, el recién nacido fue bautizado en la Iglesia de San Pedro y San Pablo, y como era el día de San Martín (según el calendario católico), el pequeño recibió el nombre de Martín.

Ciento dos años después de que Juan Hus expirara en la hoguera, el “cisne” fijó en la puerta de la iglesia católica de Wittenberg, sus noventa y cinco tesis en contra de la venta de indulgencias, hecho que dio origen a la Gran Reforma. Juan Hus erró en sólo dos años en su predicción.

El monje atormentado 

Martín Luder nació 1483 en Eisleben, en Turingia, región dependiente del electorado de Sajonia, Alemania. Andando el tiempo y recién conquistado el título de doctor, Martín cambiaría el apellido Luder por el de Lutero, derivándolo de Lauter, que en alemán antiguo significa “claro, límpido, puro”. Era el primogénito de los nueve hijos de Hans Luder, minero, hijo de campesinos, y buen católico, y de Margarethe Ziegler, mujer trabajadora, muy piadosa y devota, que inculcó en su hijo una piedad tan sombría que dejó en su alma una profunda tristeza. Ambos progenitores eran de familia pobre y muy severa.

Desde niño, Lutero mostró una mente excepcional y penetrante. Su padre quiso que él fuese abogado, y por eso se enojó con Martín cuando hizo su voto para convertirse en monje. Dos semanas después de aquella tormenta, Lutero ingresó al monasterio riguroso de los frailes agustinianos en Erfurt.

 

Su vida revela que uno de los legados más importantes es su ejemplo de confianza en la Palabra de Dios. Lutero decía: “El hombre que quiera oír hablar a Dios, que lea las Santas Escrituras”. Como el historiador Stephen Nichols afirma: “El verdadero personaje en el día de la Reforma no es Lutero: es la Palabra de Dios”.

“Durante quince años de mi vida como monje, me agotaba hasta más no poder con los sacrificios diarios; me torturaba con ayunos, vigilias, oraciones y otras obras muy rigurosas. En verdad pensaba que podía justificarme con mis obras”, dijo Lutero años después. En su búsqueda de paz con Dios, él era riguroso en extremo. Los otros miembros del monasterio llegaron a pensar que tenía serios problemas mentales. Martín podía pasar horas enteras confesando sus pecados, para luego salir del confesionario, recordar algún pecado no mencionado, y volver al padre confesor para seguir atormentándolo por horas.

Una mirada más detallada a su vida y educación nos ayuda a entender lo que ocurría en su mente. Como R. C. Sproul (teólogo y pastor estadounidense), explica: “Se dice que hay una fina línea entre la genialidad y la locura, y que alguna gente la cruza para atrás y para adelante. Quizás ese era el problema de Martín Lutero; él no estaba loco. Era sin duda un genio que tenía un entendimiento superior de la ley. Una vez aplicó su mente legal astuta a la ley de Dios, vio cosas que mucha gente no ve… La mente de Lutero era acosada con esta pregunta: ¿Cómo puede una persona injusta sobrevivir en la presencia de un Dios justo?”

Su viaje a Roma 

Entonces el joven monje atormentado recibió el equivalente a ganar un boleto de lotería: fue enviado a Roma en un viaje para asuntos del monasterio. Aquella era una ciudad llena de lugares y reliquias que, según la Iglesia Romana, al ser visitados los unos, y al ser veneradas las otras, hacían que las personas redujeran años en el purgatorio y acumularan mérito delante de Dios; ese mérito incluso podría darse a terceros. Entre las reliquias se encontraban extrañas cosas, como presuntos trozos de la cruz de Jesús, un pedazo de la “zarza ardiente” que vio Moisés, y un montón de objetos de ese tipo.

Lutero aprovechó ese viaje amasando mucho mérito y ayudando a personas en el purgatorio (o así lo creía él), pero vio de cerca la corrupción en el seno de la iglesia romana. Salió de aquella ciudad desilusionado y cargado de inquietudes. Seguía atormentado.

Noventa y cinco tesis de fuego 

Luego de volver a Erfurt, Lutero fue transferido a la Universidad de Wittenberg. Allí recibió su doctorado en Teología en 1512, y empezó a enseñar la Biblia como profesor, cargo que mantuvo hasta el día de su muerte.

En 1517, la vida de la pequeña ciudad de Wittenberg empezaría a cambiar. Aquel año, el Papa León X autorizó reducciones en el castigo por los pecados a las personas que diesen dinero para la construcción de la Basílica de San Pedro en Roma. La forma en que se vendían y promocionaban estas reducciones, conocidas como indulgencias, resultó escandalosa para Lutero. Johann Tetzel, el principal encargado de la venta de indulgencias, exclamaba en público: “Tan pronto caiga la moneda a la cajuela, el alma del difunto al cielo vuela”.

El 31 de octubre de 1517, Lutero clavó noventa y cinco (95) tesis al respecto en la puerta de la iglesia del castillo en Todos los que irían a la iglesia al día siguiente, el día de los Santos, según el calendario católico, verían esas tesis clavadas. Era normal clavar avisos en las puertas de la iglesia, pero aquel martillo cambiaría la historia. Las tesis estaban en latín, la lengua de los estudiosos. Lutero quería un debate académico, y no una revuelta pública. En sus tesis argumentó que el arrepentimiento requerido por Dios para el perdón de los pecados involucraba una actitud interna en la persona, y no consistía sólo en un acto exterior sacramental.

El monje agustiniano no actuó como un reformador en ese momento. No lo era. Más bien actuó como un católico que quería ver a su iglesia cada vez mejor. Pero, desde el punto de vista humano, los eventos se salieron de control.

Algunas personas tomaron esas tesis y, gracias a la imprenta, en cuestión de días estaban siendo discutidas en toda Alemania. A la gente muy poderosa no le gustó lo que Lutero enseñó (empezando por Johann Tetzel), y lo acusaron de hereje. Muchas otras personas estaban de acuerdo con las tesis. Así, Lutero se vio envuelto en diversos debates que, en la soberanía de Dios, lo presionaron a examinar, conforme a la Biblia, los cimientos del catolicismo romano.

La forma en que se vendían y promocionaban estas reducciones, conocidas como indulgencias, resultó escandalosa para Lutero. Johann Tetzel, el principal encargado de la venta de indulgencias, exclamaba en público: “Tan pronto caiga la moneda a la cajuela, el alma del difunto al cielo vuela”.

Por ejemplo, Johann Eck, uno de los oponentes más formidables de Lutero, expresó en un debate, en 1519, que el verdadero asunto de disputa era sobre autoridad: “O el Papa tiene la última palabra, o la tiene la Biblia”. Lutero no había considerado eso con detenimiento hasta entonces. Así, Eck fue usado por Dios para conducir a Lutero a profundizar en lo que serían sus convicciones reformadas. El Señor tenía en mente una Reforma, y usó hasta a los enemigos de ella para llevarla a cabo.

Las puertas del Cielo abiertas 

En los días posteriores a la divulgación de las tesis, Lutero abrazó el significado de Romanos 1:17 durante su estudio de la Palabra: “Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá”. Para Lutero, este pasaje hablaba de la justicia activa de Dios contra los pecadores. Por eso, en el fondo de su corazón, odiaba a Dios, ya que lo veía como un juez cruel hacia él, hasta que llegó a ver de qué trataba realmente ese texto.

Lutero dijo: “Al fin, por la misericordia de Dios, meditando día y noche, presté atención al contexto de las palabras [de Romanos 1:17]. Allí comencé a comprender que la justicia de Dios es aquello por lo cual el justo vive gracias al don de Dios, es decir, la fe. Y este es el significado: La justicia de Dios es revelada por el Evangelio, es decir, la justicia pasiva con la cual el Dios misericordioso nos justifica por fe, como está escrito: ‘El justo vivirá por la fe’. Entonces sentí que había nacido de nuevo por completo y que había entrado al Paraíso a través de puertas que estaban abiertas”.

Lutero abrazó la doctrina de la justificación únicamente por medio de la fe en Cristo. Conoció el Evangelio y la paz que tanto anhelaba su alma atribulada. Su testimonio nos recuerda que Dios tiene poder para reformar el corazón de cualquier persona, por muy hundida que esté en una falsa doctrina.

“Aquí permanezco. Que Dios me ayude” 

En junio de 1520, el Papa emitió una bula declarando que Lutero sería excomulgado de la iglesia si no se arrepentía en sesenta días. Lutero respondió siendo más audaz en la proclamación de sus ideas reformadoras basadas en la Palabra, en las cuales estaba profundizando aún más, y quemó el edicto papal en público, un acto de rebelión contra el Papa. La enseñanza de Lutero ganaba muchos adeptos que veían en él a alguien que estaba trayendo libertad.

El 16 de abril de 1521, a pesar de las advertencias de muerte, Lutero se presentó ante la Dieta Imperial, en la ciudad de Worms, convocada por Carlos V, emperador romano, para que Lutero fuese juzgado y se retractase de manera oficial. El ambiente en Worms era de leyendas. La ciudad estaba rebosando de expectativa. Un pobre monje encararía a las personas más poderosas del mundo. En la Dieta, los escritos de él fueron puestos sobre una mesa, y se le dijo: “¿Te retractas de ellos, o no?”. Luego de pedir un día para considerarlo (oró con fervor aquella noche), Lutero volvió y, al recibir de nuevo la pregunta, respondió: “A menos que sea convencido por el testimonio de las Escrituras o por razón clara (pues no confío en el Papa o en el concilio, ya que es bien conocido que se han equivocado y se han contradicho a sí mismos con frecuencia), las Escrituras que he citado me obligan a mantenerme firme en esta posición, pues mi conciencia está cautiva a la Palabra de Dios. No puedo, y no voy a retractarme de nada, ya que no es seguro ni correcto ir en contra de la conciencia. No puedo hacerlo de ninguna otra manera. Aquí permanezco ¡Que Dios me ayude! Amén”.

Así Lutero, en su momento más decisivo y uno de los más dramáticos de la historia, afirmó su convicción de que la Palabra de Dios es nuestra máxima autoridad.

El resultado de la Dieta: Lutero fue condenado a muerte. Le dieron 21 días para volver a Wittenberg y dejar su vida en orden, pero en el camino fue secuestrado por sus seguidores y escondido en el castillo de Wartburg. Aquel castillo, según Lutero, fue su Patmos en el período más difícil de su vida.

“La Palabra lo hizo todo” 

En Wartburg (05/1521 a 03/1522), Lutero luchó contra su soledad, ocio, dudas y temores, aferrándose a la Palabra de Dios, y siendo prolífico en la Escritura. Entre sus hazañas produjo, en meses, una traducción impresionante de la Biblia al alemán del pueblo, marcando un hito en la historia de la lengua de la nación.

Mientras tanto, la Reforma se expandía, con reyes y personas poderosas abrazándola. Y en Wittenberg, los seguidores de Lutero buscaban implementarla a través de la fuerza. El historiador Michael Reeves explica: “[Ellos] daban la impresión de que la Reforma era realmente sobre atacar a sacerdotes y las imágenes de los santos, comiendo tanto como sea posible en los días de ayuno, y haciendo generalmente todo diferente sólo para librarse de las viejas maneras. Para la mente de Lutero, esto era un error demencial. Era tan malo como Roma al obsesionarse con lo exterior y entonces forzar cierto comportamiento. El problema que él vio en la iglesia católica no eran las imágenes físicas; primero, las imágenes necesitaban ser removidas de los corazones”.

Lutero abrazó la doctrina de la justificación únicamente por medio de la fe en Cristo. Conoció el Evangelio y la paz que tanto anhelaba su alma atribulada. Su testimonio nos recuerda que Dios tiene poder para reformar el corazón de cualquier persona, por muy hundida que esté en una falsa doctrina.

Lutero tomó la determinación valiente de salir de su exilio y volver a Wittenberg, donde eventualmente fue protegido por personas influyentes. Allí se propuso buscar la Reforma, pero no a través de la fuerza, sino a través de la predicación de la Palabra. Como dijo a sus seguidores al volver: “Denles tiempo a los hombres. Me tomó tres años de estudio constante, reflexión, y discusión para llegar a donde estoy ahora,

¿y se puede esperar que el hombre común, sin enseñanza en tales asuntos, se mueva la misma distancia en tres meses? No supongan que los abusos son eliminados al destruir el objeto que es abusado. Los hombres pueden errar con el vino y las mujeres. ¿Deberíamos entonces prohibir el vino y abolir las mujeres? El sol, la luna, y las estrellas han sido adorados.

¿Deberíamos entonces quitarlos del cielo? Tal apuro y violencia es una falta de confianza en Dios. Miren cuánto Él ha sido capaz de lograr a través de mí, aunque yo no hice más que orar y predicar. La Palabra lo hizo todo. De haberlo deseado, yo hubiese iniciado un gran incendio en Worms. Pero mientras yo me sentaba quieto y disfrutaba con Felipe y Amsdorf, Dios le dio al papado un poderoso golpe”.

Necesitamos entender lo que Lutero tenía en mente aquí si queremos ser usados en una nueva reforma espiritual en nuestros países. Sólo porque una iglesia luzca reformada no significa que en verdad lo sea. La clave en una reforma no son los cambios simplemente externos, sino el cambio que sólo la Palabra puede producir en nuestros corazones para que adoremos sólo a Cristo como nuestro Señor, Rey y Salvador. Por eso la confianza en el Señor y la paciencia son necesarias si hemos de predicar a Cristo. La Palabra en el poder del Espíritu Santo lo hace todo.

El púlpito de Lutero fue uno de los más poderosos en la historia de la iglesia; él era un hombre de la iglesia local y, por el resto de sus días, mientras al mismo tiempo fue un padre de familia (se casó con una monja fugitiva), su trabajo consistió en orar y enseñar la Palabra de Dios, para la gloria de Dios. Lutero decía: “La Biblia es una fuente admirable: mientras más uno saca de ella y bebe de ella, más estimula su sed”. Para él, toda ella es acerca de Jesús, quien vino a salvar a los pecadores. “Si sacas a Cristo de las Escrituras, ¿qué te queda?” Así, Lutero nos pregunta hoy: ¿Confiamos en la Biblia? ¿Vemos a Cristo centrado en ella?

“Todos somos mendigos”

En todo su ministerio, Lutero atesoró a Cristo como su roca y castillo fuerte. Su convicción de que el Evangelio eran las buenas noticias de lo que Cristo hizo para nuestra justificación lo sostuvo y lo abrumaba cada día. Como escribió: “Es cierto que la doctrina del Evangelio les quita toda la gloria, la sabiduría, la justicia y demás, a los hombres, para atribuírselas sólo al Creador, que hace todo de la nada”. Por tanto, no tenemos nada para jactarnos.

Antes de morir, el 18 de febrero de 1546, en lo que podemos ver como una especie de eco de la Dieta de Worms, alguien le preguntó: “¿Estás listo para morir confiando en tu Señor Jesucristo y confesar la doctrina que tú has enseñado en Su Nombre?” Lutero respondió con un “¡Sí!” En aquel día para Lutero no había reliquias, ni confesiones extensas, ni súplicas a santa Ana. Tampoco temía a la muerte como el joven que fue abrumado por una tormenta un día de julio, hacía más de 40 años atrás. Su confianza estaba en el Señor. Sus últimas palabras fueron: “Somos mendigos. Eso es cierto”.

Hoy, 500 años después de los martillazos, en los inicios de esta Nueva Reforma, nosotros también somos mendigos. Que el Señor nos dé la confianza en Su Palabra como la dio a aquel monje que cambió el mundo predicando a Aquel, a Jesucristo, quien es el centro de todo.

La Biblia está viva, me habla; tiene pies, corre tras de mí, tiene manos, me agarra”. Martín Lutero (1493 -1546)

Fuentes: www.coalicionporelevangelio.org Martin Lutero - Confianza en el poder de la Palabra Biografías de grandes cristianos - Orlando Boyer

Bogotá / Colombia

Luisa Cruz

Colaboradora y escritora del ministerio Tesoros Cristianos, servidora en su iglesia local. Nacida en la ciudad de Bogotá dónde reside actualmente.