“Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella…” (Efesios 5:25)
La Biblia nos enseña que Dios creó al hombre con el propósito de que éste fuera conformado a Su imagen y participara así de la comunión eterna del Padre con el Hijo, por el Espíritu. El hombre, entonces, siendo portador de la vida y carácter de Dios, y conociéndole en íntima comunión, debería señorear y representar fielmente al Creador mismo -siguiendo en obediencia las disposiciones de la voluntad divina-, y expresar en todo momento las virtudes propias de la vida eterna, llegando a establecer, en medio de la creación, el Reino de Dios, en el cual Su Hijo tiene toda autoridad y preeminencia. Este propósito divino para con el hombre es el sentido real de nuestra existencia y, por tanto, trasciende a todos los aspectos de nuestra vida como hijos de Dios. El Señor nos concede así la posibilidad de llegar a ser padres, hijos, amos, siervos, esposos, y esto es porque Él mismo es también Padre, Hijo, Amo, Siervo, Esposo, y espera que en todas estas esferas de nuestra vida podamos conocer Su corazón de una manera más profunda, y podamos representarle fielmente, y establecer Su Reino, cumpliendo el propósito eterno de someter todas las cosas a los pies de Su Hijo amado.
Representantes de Dios
Como hijos de Dios, debemos entender que el matrimonio es el escenario en el cual el Señor nos ha puesto para que podamos llegar a comprender y experimentar, de una manera más profunda, Su corazón como Esposo de Su amada Iglesia. El matrimonio es la relación en la cual Él tratará nuestra vida y moldeará nuestro carácter hasta el punto en que podamos expresar el amor divino, y es también un espacio más en el que Él quiere ser representado fielmente por Sus hijos.
Teniendo el anterior propósito como base, se puede entender que en el versículo citado en el encabezado, se tiene mucho más que un mero romanticismo humano, más que sólo un mandamiento, pues en este verso el Señor nos está revelando, por Su Palabra, la manera en que Él mismo espera ser representado por todos aquellos que hemos recibido la bendición de contar con una esposa como compañera, y nos enseña que el atributo principal que Él está queriendo expresar, al concedernos esta gracia, es, sin duda alguna, Su amor. Es necesario entonces que, como esposos creyentes, podamos comprender, con la ayuda del Señor, el calibre del amor que Él quiere que lleguemos a expresar hacia nuestras esposas, pues tenemos la responsabilidad de representarle a Él con este atributo divino en el seno de nuestra propia familia.
El amor natural no es suficiente
Iniciaremos mencionando que, al tratarse de una expresión divina, el amor al que este verso hace referencia es una clase de amor que sobrepasa la mera atracción física que podamossentir por nuestro cónyuge (amor eros), y también va más allá del sentimiento afectivo de nuestra alma (amor phileo), para lo cual sería suficiente nuestra capacidad humana. El amor que el Señor espera que podamos manifestar en nuestro papel como esposos es el amor que proviene de la misma naturaleza divina (amor ágape),que es expresado en el seno de la Trinidad, y que se ha manifestado a nosotros, de la manera más práctica posible, por el Señor Jesucristo, al entregarse a Sí mismo en la cruz del Calvario por Su amada Iglesia, y que se presenta en este pasaje como el modelo establecido por Dios a seguir para con nuestras esposas.
Como hijos de Dios, debemos entender que el matrimonio es el escenario en el cual el Señor nos ha puesto para que podamos llegar a comprender y experimentar, de una manera más profunda, Su corazón como Esposo de Su amada Iglesia.
Esta clase de amor es el que la Palabra del Señor nos enseña en 1ª de Corintios 13, el amor que no depende de la variabilidad de nuestros gustos físicos, los cuales son vanos y pasajeros, ni tampoco de la fluctuación de los sentimientos y emociones de nuestra alma, que busca siempre guardar nuestros intereses, orgullos y egoísmos. Por el contrario, es un amor que no está centrado en nosotros mismos, por lo que no busca lo de nosotros mismos, sino que está dispuesto a sufrirlo todo y a negarse a sí mismo por el beneficio de aquel (o aquella) a quien se ama, que espera y soporta pacientemente cualquier deficiencia de nuestro ser amado hasta que éste sea perfeccionado. Este es el amor que se corresponde con la misma esencia de Dios (1 Juan 4:8), y que el Señor Jesucristo ha manifestado por Su Iglesia, amándonos, a pesar de nuestra pecaminosidad, infidelidad y rebeldía, despojándose a Sí mismo al tomar forma de siervo, derramando Su vida en la cruz, y ahora esperando pacientemente hasta que Su amada sea perfeccionada.
En la medida en que el Espíritu nos revela este amor de Cristo para con Su iglesia, y lo vamos contrastando con los modelos totalmente distorsionados que el mundo quiere imponernos hoy para nuestros matrimonios, o incluso con el amor más sincero posible que cualquier hombre haya podido manifestar, pero limitado a la capacidad humana de amar, podemos comprobar cuán deficientes somos para llegar a amar a nuestras esposas de la manera en que Cristo amó a Su iglesia, y evidenciamos entonces que el amor que el Señor espera que manifestemos a nuestras esposas sea totalmente contrario a nuestra naturaleza humana caída y, por tanto, necesitamos definitivamente de la provisión de Dios en nuestras vidas para que podamos llegar a amar de esta misma manera.
La buena noticia es que la Palabra de Dios declara que todos aquellos que han sido redimidos por la fe en el Hijo de Dios, han llegado a ser participantes del Espíritu Santo y, por tanto, cuentan ya con la provisión necesaria para poder manifestar el amor legítimo, pues el amor de Dios ha sido derramado en sus corazones por el Espíritu Santo que les fue dado (Romanos 5:5). Todo creyente debe conocer y tener la certeza de que ha recibido de parte de Dios, en su espíritu, la vida victoriosa de Cristo, esa misma vida que tiene la capacidad de amar de la manera en que Cristo ama a Su Iglesia, y que al estar ahora en nosotros nos capacita también para poder expresar ese amor para con nuestras esposas.
El amor legítimo requiere el tratamiento de nuestra alma
Ahora bien, debemos comprender que además de la provisión ya recibida en nuestro espíritu, el Señor deberá seguir obrando en nuestra vida hasta alcanzar el perfeccionamiento también de nuestra alma, por lo que, como hijos de Dios, debemos ser conscientes de la necesidad del tratamiento del Señor ahora en nuestra alma, y saber que, con toda seguridad, nuestro ser deberá ahora ser quebrantado para que ese depósito del amor divino que está contenido en nuestro espíritu, revista también a nuestra alma (sentimientos, emociones y voluntad). Por tanto, el llegar a manifestar el mismo amor de Cristo por Su Iglesia requiere – además de la provisión ya recibida en nuestro espíritu – de la formación del carácter de Cristo en nuestra alma, y ese carácter de Cristo se corresponde con Su santidad, misericordia, benignidad, humildad, mansedumbre, paciencia y longanimidad, con las cuales nosotros debemos ahora revestirnos (Colosenses 3:12-14). El amor con el cual el Señor espera que amemos a nuestras esposas no es, por tanto, un amor vacío en su interior, sino que es un amor que contiene el carácter de Cristo y, por tanto, al expresarse manifiesta el perdón, la misericordia, la humildad, la paciencia, y la mansedumbre de Cristo, para lo cual deberemos antes entregar nuestra vida, tomar la cruz cada día y negarnos a nosotros mismos por amor, así como Cristo amó a Su Iglesia y se entregó a Sí mismo por ella.
El amor con el cual el Señor espera que amemos a nuestras esposas no es, por tanto, un amor vacío en su interior, sino que es un amor que contiene el carácter de Cristo y, por tanto, al expresarse manifiesta el perdón, la misericordia, la humildad, la paciencia, y la mansedumbre de Cristo, para lo cual deberemos antes entregar nuestra vida,
Habiendo comprendido de una mejor manera el amor al que se refiere este pasaje de las Escrituras, y el tratamiento requerido en nuestras almas para poder expresarlo, tendremos, con la ayuda del Señor, un mejor entendimiento de los asuntos que consideramos más prácticos en la relación con nuestras esposas.
Amar primero
En primer lugar, podríamos mencionar que la responsabilidad de manifestar este amor en la relación matrimonial fue delegada claramente por Dios a nosotros como esposos. Es verdad que para las esposas el Señor también revela Su voluntad al pedirles a ellas que se sujeten a sus esposos en obediencia, lo cual también manifiesta un atributo de la naturaleza divina; pero en ningún caso la responsabilidad de los varones, como esposos, de amar a sus esposas, deberá depender del hecho de que ellas se sujeten primero en obediencia a la autoridad delegada por el Señor al esposo. Es muy común que queramos esconder nuestra deficiencia en amar a nuestras esposas, excusándonos en el hecho de que quizás ellas aún no se sujetan como nosotros quisiéramos. Sin embargo, esta posición por parte nuestra como esposos, es sólo un escondite para preservar nuestro orgullo e intereses personales. Debemos recordar que el amor expresado por Cristo para con Su Iglesia consiste justamente en que Él nos amó primero (1 Juan 4:10), no esperando que Su Iglesia se sujetara en perfección a Su voluntad para entonces sí amarnos. En cambio, la manera en que Cristo ha ganado nuestra sujeción y obediencia es justamente manifestando en todo tiempo Su amor para con nosotros, lo cual ciertamente constriñe nuestros corazones, y nos lleva a entregarnos plenamente a Su voluntad, y a vivir para aquel que murió por nosotros (2 Corintios 5:14-15). Si como esposos pudiéramos ser fieles al Señor, y nos dispusiéramos para que con Su ayuda podamos amar a nuestras esposas de una mejor manera, ciertamente el Señor también les ayudaría a ellas a sujetarse voluntariamente en obediencia al percibir el amor de Dios expresado a través de nosotros.
Participantes en el Perfeccionamiento
De la misma manera, somos también constantemente llevados por nuestra naturaleza a buscar las deficiencias que pudiéramos encontrar en nuestras esposas, para con esto justificar así nuestra falta en la manifestación de amor para con ellas. Sin embargo, el Señor nos enseña que Él se entregó a Sí mismo por Su Iglesia para santificarla y purificarla, para luego presentársela a Sí mismo como una Iglesia gloriosa, sin mancha y sin arruga, una Iglesia santa (Efesios 5:25-27). Resulta evidente que el amor por nuestras esposas trae consigo una disposición para esperar pacientemente, mientras que ellas van siendo ayudadas por el Señor y avanzan hacia la santificación y perfeccionamiento, de la misma manera que ocurre también con nosotros como esposos. Esta espera paciente es una manifestación preciosa del Señor para con Su amada Iglesia, y deberá serlo también en nuestra manifestación de amor para con nuestras esposas. El amor legítimo cubrirá entonces toda deficiencia que pudiéramos encontrar en ellas, y nos capacitará para perdonar cualquier posible falta con toda misericordia, longanimidad y paciencia.
Aún más, este pasaje nos deja ver que, en alguna medida, nosotros como esposos somos participantes de la santificación y perfeccionamiento de aquella a quien el Señor ha puesto a nuestro lado, así como el Señor lo hace también para con Su Iglesia, pues es Él mismo quien la perfecciona. De esta manera, el amor nos llevará entonces a que, como esposos, podamos disponernos para ser instrumentos del Señor y cooperar con Él en el perfeccionamiento y santificación de nuestras esposas. Es así como la primera persona en ser bendecida por nuestro servicio y ministerio para el Señor, debería ser, sin duda alguna, nuestra propia esposa. Deberíamos entonces ocuparnos en que ellas puedan recibir nuestro consejo, pastoreo, enseñanza de la Palabra, oraciones, compañía y consuelo. Muchas de las deficiencias que constantemente encontramos en nuestras esposas, seguramente podrían llegar a ser tratadas por el Señor si nosotros, como esposos, nos dispusiéramos a servirles a ellas de esta manera. Resultaría extraño que algunos de nosotros llegásemos a ser reconocidos por nuestro servicio para con otros en medio de la Iglesia, mientras en casa nuestras propias esposas carecen de nuestro cuidado y ayuda espiritual.
Amándolas como a nuestros propios cuerpos
Otro aspecto para resaltar es lo mencionado en este mismo pasaje de la epístola a los Efesios, en el sentido de que los esposos creyentes deben amar a sus esposas como a sus propios cuerpos (Efesios 5:28-30). La figura del cuerpo en este pasaje nos lleva a comprender que, así como nosotros cuidamos de nuestro cuerpo físico, lo alimentamos, lo cubrimos, ejercitamos, y aliviamos de cualquier tipo de dolor o necesidad, de la misma manera deberíamos expresar estos mismos cuidados para con nuestras esposas. Nuestro amor para con ellas debería expresarse constantemente en el sustento y cuidado físico y emocional que tengamos para con nuestras esposas. Nuestra responsabilidad entonces, como esposos, para amarlas de la manera en que Cristo amó a Su Iglesia, incluye también el suplir para todas las necesidades de nuestra esposa, desde las más básicas, como alimentación, vivienda, vestido, y todo tipo de cuidado físico, hasta todo aquello en lo que el Señor nos conceda proveerles para su bienestar emocional.
Es muy común hoy en día que los varones confundan su falta de responsabilidad y diligencia para trabajar y proveer para las necesidades de su esposa e hijos -y cumplir así esta expresión del amor legítimo-, con una falsa apariencia de espiritualidad. Es verdad que el Señor puede guiar a algunos de Sus hijos para servirle, apartándolos de sus trabajos cotidianos, lo cual es legítimo y, de hecho, necesario para que la Obra del Señor avance, pero aún en estos casos podremos evidenciar si esa es una dirección legítima del Señor por el hecho de que en sus hogares jamás faltará la provisión adecuada y suficiente para vivir dignamente y proveer a sus familias de todo lo necesario.
Por otra parte, todos sabemos que si, por ejemplo, exponemos nuestros cuerpos a un clima de frío extremo, seguramente nos enfermaríamos y, por lo tanto, procuraríamos cubrir al máximo nuestro cuerpo para evitar afectarlo. De la misma manera, deberíamos ser cuidadosos en no someter a nuestra esposa a situaciones o ambientes en los cuales ella pueda resultar afectada. Muchos matrimonios han llegado a destruirse a causa de que los esposos han sometido a sus esposas a situaciones de soledad extrema, cargas desmedidas, ambientes de humillación, entre otras. Debemos, pues, cuidar y sustentar a nuestras esposas como a nuestros propios cuerpos.
Implicaciones
Por último, deberíamos comprender, con la ayuda de Señor, que el poder cumplir con nuestra responsabilidad de amar de la manera adecuada a nuestras esposas, traerá consigo implicaciones muy relevantes para el desarrollo del propósito de Dios, tanto en nuestras propias vidas, como en las de nuestros hermanos, y también en la edificación de la Iglesia del Señor.
Si como esposos pudiéramos ser fieles al Señor, y nos dispusiéramos para que con Su ayuda podamos amar a nuestras esposas de una mejor manera, ciertamente el Señor también les ayudaría a ellas a sujetarse voluntariamente en obediencia al percibir el amor de Dios expresado a través de nosotros.
En relación con nuestra vida personal, la Palabra de Dios nos enseña, en 1ª Pedro 3:7, que las oraciones de los hombres casados pueden llegar a ser estorbadas por causa de la deficiencia que podamos tener en el trato para con nuestras esposas. Es posible que muchas de las peticiones que hagamos al Señor en nuestras oraciones no lleguen a ser contestadas por Él, hasta tanto no nos dispongamos a perfeccionar el amor y cuidado para con nuestras esposas. Los creyentes casados debemos considerar la importancia de este aspecto, pues puede llegar a ser un gran obstáculo para el avance del propósito de Dios en nuestras propias vidas.
Asimismo, el gobernar bien nuestras casas, lo cual sin duda incluye el amar a nuestras esposas, es presentado en 1ª Timoteo 3, como uno de los requisitos de parte de Dios para que Él pueda delegarnos, en Su gracia, un mayor grado de servicio y autoridad en medio de Su Iglesia. Por tanto, el avance en la edificación de la Iglesia, así como la eficacia de nuestro ministerio en el Cuerpo de Cristo, dependerán en gran medida de nuestra fidelidad para con el Señor en esta tarea que hemos recibido como esposos. Es evidente que dondequiera que el Señor encuentre hombres fieles en el gobierno, cuidado y amor para con sus esposas e hijos, encontrará un terreno adecuado para avanzar en el testimonio y edificación de Su Iglesia.
Por último, quisiéramos que los hermanos más jóvenes, que esperan recibir del Señor la gracia de llegar a tener una esposa como compañera, pudieran experimentar la gran bendición que Dios nos concede a través de ellas con su ayuda, cuidado, consuelo, consejo y compañía y, al mismo tiempo, pudieran considerar la gran responsabilidad que tendrán al recibir este regalo de parte del Señor, y así disponerse a ser enseñados por el Espíritu Santo para cumplir con esta labor. El poder tener a nuestro lado a una hija de Dios como esposa, para expresar junto a ella el amor de Cristo por Su Iglesia, es una de las mayores bendiciones que podamos tener como hijos de Dios y, al mismo tiempo, es un asunto de la mayor seriedad.
Es nuestro deseo que el Señor Jesucristo pueda revelarnos constantemente Su amor por Su Iglesia, y que nosotros, siendo así enseñados, podamos, con la ayuda del Espíritu Santo y con plena disposición de nuestro ser, representarle fielmente en este precioso papel como esposos.
Andrés Salamanca
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