LA SINGULARIDAD DEL EVANGELIO

“¿Por qué los discípulos de Juan ayunan muchas
veces y hacen oraciones, y asimismo los de los fariseos,
pero los tuyos comen y beben?.” (Luc 5:33)

Hay preguntas que providencialmente son permitidas por Dios, y estas preguntas son llaves, llaves que abren puertas, las cuales nos introducen a las rique­zas de nuestra fe. Cuánta riqueza y sabiduría hay en nuestro Señor, cuánta luz y verdad destilan por sus labios. A simple vista la pregunta anterior parece una provocación, con aires de confrontación y con una gran carga malintencionada de cuestionamientos. Sean las que hayan sido las intenciones de los fariseos, esto se tornó en una clara oportunidad para que el Señor Jesús expresara una verdad de peso en oro, una ver­dad sumamente esclarecedora.

Cuánta riqueza y sabiduría hay en nuestro Señor, cuánta luz y verdad destilan por sus labios.

Un vestido nuevo y un vestido viejo

Les dijo también una parábola: Nadie corta un pedazo de un vestido nuevo y lo pone en un vestido viejo; pues si lo hace, no solamente rompe el nuevo, sino que el remiendo sacado de él no armoniza con el viejo. (Luc. 5:36).

Vemos que Jesús, al responder, entre otras cosas, usa la parábola de dos vestidos: Un vestido viejo y un vestido nue­vo. Claramente, el vestido viejo representa la religión judaica corrupta, hipócrita, envejecida y sepultada por los manda­mientos y tradiciones de los hombres; y el vestido nuevo re­presenta el nuevo pacto creado según la justicia de Dios en Cristo Jesús, aquel pacto sellado por la sangre del Cordero.

Ahora, la enseñanza es clara: “Nadie corta un pedazo de un vestido nuevo y lo pone en un vestido viejo” El Evangelio no es el remiendo del judaísmo (o de cualquier otro sistema religio­so), no es una reforma religiosa a la vieja institución, no es una versión mejorada de las prácticas judaicas, ni siquiera del ayuno. El Evangelio es totalmente nuevo, es único y particu­lar. Él no fue hecho para ser el remiendo de un trapo viejo; si bien el Evangelio se encontraba anunciado por los profetas y la Ley, y es el cumplimiento genuino y verdadero de éstos, él viene a ser un régimen totalmente nuevo y sin precedentes.

El espíritu de nuestra época

Y este mensaje se vuelve tan necesario en una época como la nuestra, en la cual abundan las religiones, y el hombre mo­derno ha escogido el camino del relativismo. Ahora más que nunca debe hacerse sonar la trompeta, ahora más que nunca debemos ponernos en la azotea y hacer oír la voz del Señor. La voz del Señor que sólo tiene un mensaje, la voz del Señor que sólo muestra un camino, la voz del Señor que sólo con­tiene una verdad.

El Evangelio no tiene ningún paralelo y es incompatible con las demás religiones o filosofías humanas, cualquier for­ma de sincretismo o mezcla es inaceptable. Como diría el Señor: “porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (Mat. 7:14). Una puerta estrecha y un camino angosto, esto nos muestra lo restringi­do que es el camino a la vida y el engaño que hay en el camino ancho de la tolerancia y el ecumenismo religioso de nuestros días. Estas afirmaciones del Señor, también eran usadas por sus apóstoles; por ejemplo, Pedro afirmó ante el concilio en Jerusalén: “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.” (Hch. 4:12) Esta frase “en ningún otro” muestra la exclusivi­dad del Evangelio en la obra de Cristo, el nuevo vestido.

Estas proclamaciones marcaron la existencia del cristia­nismo en su forma más pura, más genuina y más gloriosa. ¡Qué triste y qué desgracia encontrar en nuestros días que muchos que afirmando ser cristianos, olvidan estas verdades tan fundamentales, y las sacrifican en el altar de la toleran­cia! Tal posición liviana, ecuménica y apóstata es la antítesis del cristianismo bíblico. Somos llamados a predicar a Cristo crucificado, como el único medio de salvación, como la única ofrenda por el pecado, como el único y gran Salvador; y el Evangelio como la acrópolis de estas verdades exclusivas y únicas de las Sagradas Escrituras.

La batalla por el Evangelio

Hay una inflexibilidad en Jesús y sus apóstoles que es ad­mirable, esto fue lo que los llevó a un continuo conflicto con los dirigentes religiosos de su época. La hostilidad y confron­tación se volverían parte del ministerio del Señor, y sus ene­migos no descansarían hasta planear y ejecutar su muerte. Lo mismo sucedió con los apóstoles, quienes muchas veces fueron encarcelados, torturados y hasta martirizados con el fin de cerrar sus bocas y acallar su mensaje. Pero este mensa­je no puede ni será jamás acallado, este mensaje salió como aquel jinete que ha salido “venciendo y para vencer” (Apo 6:2). Y tal victoria se ha visto manifestada en las miles de vidas transformadas, en los cambios poderosos de millones de personas que han sido rendidas ante el gran Rey y su men­saje. Imperios, naciones y tribus han caído ante el poder de esta buena nueva. Esto nos debe animar, somos llamados a una guerra donde la victoria está asegurada; somos llamados a sufrir, pero serán grandes las recompensas. No es cualquier cosa la que está en juego, es la verdad gloriosa del Evangelio. 

El vino nuevo y los odres nuevos

Para ampliar su idea y reforzar su enseñanza el Señor nos habla inmediatamente de otra parábola, la parábola del vino y los odres: “Y nadie echa vino nuevo en odres viejos; de otra manera, el vino nuevo romperá los odres y se derramará, y los odres se perderán” (Luc 5:37). Ahora el Señor establece en estas palabras un cambio drástico, el vaso, el odre antiguo de la religión muerta no puede contener el vino nuevo.

Esto ya era evidente en los representantes religiosos de la época ¡Cuánto malestar, disgusto e inconformidad estaba causando el Señor con su mensaje y obra! El odre viejo de la religión judía no podía contener la riqueza y gloria del nuevo vino del Evangelio.

Si Jesús hubiera entregado al sanedrín y a los escribas de la época la responsabilidad de conservar y transmitir su Evan­gelio, aquéllos hubieran sido rotos por el Evangelio a causa de su dureza. El fermento y la gloria del Evangelio no podría ser soportada por ellos, y esto hubiera tenido un lamentable desenlace. Para que esto no sucediera el Señor levantó un nuevo odre: La Iglesia, fruto del sacrificio de Cristo en la cruz; ésta sería el instrumento escogido por Dios para con­servar este vino nuevo, el Evangelio.

Somos llamados a predicar a Cristo crucificado, como el único medio de salvación, como la única ofrenda por el pecado, como el único y gran Salvador; y el Evangelio como la acrópolis de estas verdades exclusivas y únicas de las Sagradas Escrituras.

La responsabilidad de la iglesia con el Evangelio

Si nosotros entendiéramos esto y las palabras de Jesús: “Mas el vino nuevo en odres nuevos se ha de echar; y lo uno y lo otro se conservan” (Luc. 5:38) seríamos transformados totalmen­te por el deber que hemos recibido. La Iglesia, como odre nuevo, tiene la responsabilidad de contener y de conservar el Evangelio de Cristo en su gloria y pureza. Este Evangelio, con su poder y fermento, iba a llevar al odre a crecer desde “…Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tie­rra” (Hch 1:8); un odre compuesto por millares de hombres y mujeres de toda tribu, lengua y nación, fruto del poder del Evangelio.

Pero ahora la Iglesia, después de ser deudora del Evange­lio y fruto de él, ella es llamada a ser columna y baluarte de la verdad (1Ti. 3:15). Ella es el candelero que debe alumbrar en toda la tierra con la luz del Evangelio de Jesucristo. Y el Evangelio es su sagrada posesión y su gran estandarte. Ante esta gran responsabilidad debemos volvernos a Dios de todo corazón y pedir poder ser hallados fieles.

Conservando y siendo conservados

“…Y lo uno y lo otro se conservan”. Por un lado, la Iglesia conserva el Evangelio y, por otro, el Evangelio conserva a la Iglesia. Por un lado, ella cuida del Evangelio y, por el otro, el Evangelio cuida a la Iglesia. Como un vehículo que no funcio­na sin motor, pero también si el motor falla, el vehículo será inservible, así es la relación entre la Iglesia y el Evangelio.

La iglesia debe cuidar del Evangelio tal como lo recibió de Cristo y sus apóstoles; si ella es descuidada con él, esto causará que la Iglesia se torne inservible y la vida de Cristo se alejará de ella inmediatamente. Probablemente, las palabras de Jesús a la iglesia en Laodicea sean fruto de un descuido se­mejante, como el que estamos advirtiendo: “Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo”. (Apo. 3:17) La más grande riqueza que tiene la Iglesia no se encuentra en su cuenta bancaria, ni en el lujo de sus edificios, ni en la opulencia de los falsos autoproclamados apóstoles de nuestra generación.

Tal vez eso sea nuestra pobreza, ceguera y desnudez. La verdadera riqueza de la Iglesia se encuentra en el Evangelio de Cristo donde están escondidos todos los tesoros y las ri­quezas de la sabiduría.

Mas, ¡qué generación de cristianos tan ciega como la nuestra, que sólo busca lo terrenal y su satisfacción en el lodo cenagoso de los deseos del mundo! ¡Que Dios pueda librar a su pueblo del engaño de tal manera de vivir, y pueda levantar a su pueblo con un celo santo para conocer, amar, y predicar el Evangelio! Tal celo santo será la única esperanza para un cristianismo que cada vez más camina en las sendas oscuras de la apostasía y el engaño, y para un mundo que muere ham­briento, y que no sabe que lo único que puede librarlo de la miserable condición en la que se encuentra, es el mensaje del Evangelio, cual maná que desciende del cielo y alimenta el alma con el verdadero alimento que es Cristo.

Si el lector tiene un deseo verdadero por Cristo y por su verdad, anhelará ser un recipiente fiel del glorioso vino nuevo del Evangelio, y vivirá dispuesto a entregar, si fue­re necesario, su propia vida para defender y conservar este Evangelio. Cristianos así serán la luz del mundo, mundo que muere en tinieblas; no serán una luz más en un ramillete de opciones religiosas ¡No! Serán la única luz, la única respuesta para librar al hombre de las miserias de la condenación y la muerte. ¡Cuánto se necesita que la voz de estos verdaderos testigos llegue a ser oída en nuestros días!

La verdadera riqueza de la Iglesia se encuentra en el Evangelio de Cristo donde están escondidos todos los tesoros y las  ri­quezas de la sabiduría.

El efecto aturdidor de la religión

Y ninguno que beba del añejo, quiere luego el nuevo; porque dice: El añejo es mejor” (Luc 5:39) Terminada su exhortación a los fariseos, Jesús nos muestra, cual médico, uno de los síntomas de la enfermedad que produce la religión muerta. Cuando los hombres ebrios por el vino añejo y amargo de la religión son llamados a beber del glorioso vino del Evangelio, sus sen­tidos aturdidos y su gusto viciado por la vieja religión, todo esto hace que no puedan disfrutar ni desear el buen y saluda­ble vino nuevo del Evangelio.

¡Cuán difícil es para muchos que, cargando por años el lastre de la religión muerta, puedan creer en el Evangelio! Ciertamente no sólo el pecado y el mundo ciegan y matan es­piritualmente a las personas, ¡la religión también! ¡Cuántos llenarán el infierno con su tradición religiosa, tradición mo­torizada por mandamientos y costumbres de hombres ajenos a la Palabra de Dios y al gran Salvador Jesús!

Ciertamente el lugar de tormento eterno tendrá un pa­bellón para aquellos que amaron más su tradición religio­sa, y por ella pisotearon al Hijo de Dios, y tuvieron por inmun­da la sangre del pacto… e hiciere afrenta al Espíritu de gracia (Heb.10:29). Lo cierto es que, aunque los hombres quieran esconderse bajo el manto de la religión vieja, las Escrituras y sus conciencias denuncian fuertemente que son culpables, indefectiblemente culpables, y si no se vuelven a Cristo en arrepentimiento y fe, sólo les espera una “…horrenda expec­tativa de juicio… que consumirá a los adversarios” (Heb. 10:27).

Mejor, mucho mejor sería amputar nuestras lenguas acos­tumbradas al viejo vino, que rechazar el vino nuevo que trae salvación a nuestra alma. Mejor, mucho mejor es abandonar toda tradición humana, no importa que haya sido cargada por veinte generaciones de nuestros antepasados, antes que pasar toda la eternidad en la condenación por rechazar el santo Evangelio de Jesucristo.

Ciertamente no sólo el pecado y el mundo ciegan y matan es­piritualmente a las personas, ¡la religión también!

El sacrificio por la verdad del Evangelio

No importa el sacrificio o las pruebas que podamos vivir. No importa si se levanta nuestra familia tradicionalista y re­ligiosa contra nosotros. No importa si somos ridiculizados, discriminados o perseguidos. No importa si somos expulsa­dos de nuestra comunidad o si se nos prohíbe volver a entrar en la sinagoga; la verdad del Evangelio es tan importante para nuestras almas que deberíamos defenderla y proclamarla aún si corremos el riesgo inminente de la muerte.

Como dice el autor de la epístola a los Hebreos: “Salga­mos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio” (Heb 13:13). El Evangelio siempre trajo un vituperio a quienes lo predicaron y a los que lo creyeron, y nosotros no seremos la excepción. Mas, no debemos escondernos, ni avergonzar­nos, ni sentirnos miserables. Nuestras cabezas deben ser le­vantadas, nuestras piernas fortalecidas y nuestros corazones consolados y afirmados, para que al enfrentar la oposición seamos hallados andando con toda dignidad, valor y fe, y po­damos decir como el apóstol Pablo: “Porque no me avergüenzo del evangelio…” (Rom 1:16).

El Evangelio no debe traer vergüenza, al contrario, si he­mos bebido de este glorioso vino debemos sentirnos como las personas más afortunadas, como las personas más dicho­sas, como las personas más bienaventuradas de este mundo.

Estábamos perdidos y nuestro Padre celestial, en un acto de amor, envió a Su Hijo, y Éste, sin medir las consecuencias, sufrió la muerte más cruel e injusta para poder cargar nues­tros pecados en la cruz y así reconciliarnos con Dios, ofre­ciéndonos gratuitamente su salvación. ¡Oh, cuán glorioso es este mensaje! Y lo más glorioso es que hemos podido beberlo y disfrutarlo. Sólo el día que nuestros ojos sean abiertos a la eternidad sabremos a plenitud cuán único, valioso y pode­roso es este mensaje que nos trasladó de la condenación a la vida eterna e inmortalidad.

 

Bogotá / Colombia

Pablo David Santoyo

Director y fundador del ministerio Tesoros Cristianos. Nacido en la ciudad de Bogotá donde vive actualmente. Predicador, escritor y servidor en la iglesia local donde reside desde hace 18 años. Bendecido por el Señor con un matrimonio conformado por su esposa Diana Ramírez y su hija Salomé.