LA ORACIÓN EN LA VIDA DEL NUEVO CREYENTE

“Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!” (Gálatas 4:6)

Donde hay vida hay movimiento, hay acción, hay interacción. Cuando un pecador se arrepiente y pone su fe completamente en el Salvador, Jesucristo el Señor, entonces ocurre uno de los hechos más maravillosos: un hombre muerto en sus delitos y pecados, destituido de la gloria de Dios, ajeno a las promesas hechas al pueblo escogido por gracia y la voluntad santa del Creador, es hecho ahora un miembro vivo de la familia de Dios.

Todo aquel que ha nacido de nuevo tiene vida eterna, y esta vida se manifiesta como la de un “bebé” en Cristo, que ahora empieza a comunicarse con su Padre Celestial ¡Un pequeño del Reino! Es imposible ignorar el hecho de que, como en la realidad natural, todo recién nacido procura comunicarse con sus padres por medio del llanto o gritos o tiernos sonidos, así ocurre también con el creyente desde su nuevo nacimiento, el cual empezará a balbucear tierna y, a veces, torpemente, para comunicarse con su Padre Celestial. También es verdad que necesitará aprender, madurar y crecer en esa comunión por medio del Espíritu Santo, comunión que lo llevará a ejercitarse cada vez más para crecer en la práctica de la oración. Por todo lo anteriormente dicho, es necesario que el nuevo creyente aprenda a apreciar, y no desestimar, la importancia de esta disciplina espiritual, la oración, la cual debe formar parte esencial del día a día de todo aquel que ha nacido de Dios.

Llamados para tener comunión con Él

Cuando Dios nos salvó de la condenación, no sólo nos libró de nuestras transgresiones y nos dio la vida eterna, sino que también nos llamó a tener comunión con Él: “Fiel es Dios, por el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor.” (1 Co. 1:9). La comunión es la ‘común unión’, aquella que se tiene mutuamente, más íntima que el mero conocimiento externo o una charla fugaz, y más profunda aun que cualquier relación en la carne; así es esa comunión a la cual Dios nos ha llamado a tener con Él en Su Hijo. Antes de conocerle, no teníamos ninguna comunión con Dios, ninguna relación, sino que éramos sus enemigos (Ro. 5:10); pero ahora ya no somos enemigos de Dios, sino adoptados como hijos habiendo recibido Su Espíritu, por lo cual ahora podemos clamar: “¡Abba, Padre!” (Ro. 8:15).Y teniendo ahora Su Espíritu morando en nosotros tenemos comunión con Él. Todo aquello que nos separaba fue quitado de en medio por el Hijo de Dios, de manera que ahora podemos tener intimidad con el Señor en todas las cosas. Esto es maravilloso, que hombres tan débiles como nosotros, tan alejados de la santidad, tan infieles y ajenos a la voluntad de Dios, tengamos tal llamado, al punto que la Escritura dice: “Pero el que se une al Señor, un espíritu es con él.” (1 Co. 6:17). Por ello, no debemos descuidar este llamado.

Cuando Dios nos salvó de la condenación, no sólo nos libró de nuestras transgresiones y nos dio la vida eterna, sino que también nos llamó a tener comunión con Él: “Fiel es Dios, por el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor.” (1 Co. 1:9).

Los primeros llantos 

Así como un pequeño recién nacido comienza su entrada a este mundo llorando, el nuevo creyente llamado a tener comunión con su Padre Celestial, manifestará prontamente su nuevo nacimiento acudiendo en oración a Dios; así como un recién nacido llora de manera natural, es la expresión de la nueva naturaleza del creyente el que éste ore a Aquel que lo salvó; sin duda, podríamos desconfiar de todo aquel que dijera ser regenerado por la gracia salvadora de Dios, sin dar ninguna señal de vida espiritual por medio de la oración. Aquel que ha nacido de nuevo rogará, pedirá, derramará su corazón delante de su Padre Celestial, o definitivamente carece de vida y, por ende, de comunión con Él; por lo cual, la oración es una marca que distingue al verdadero creyente, al recién nacido en el Señor, de todos aquellos que apenas pretenden vivir una religión sin vida, externa y falsa. Por el contrario, el “recién nacido” de Dios comenzará a orar, seguramente no usará las palabras más adecuadas, tal vez sean oraciones muy cortas; posiblemente no sepa ni qué pedir ni cómo pedir, pero sin duda, el Espíritu que ahora vive dentro de Él, le ayudará en su humana debilidad (Ro. 8:26), porque, aunque no sabe cómo, ahora tiene un nuevo anhelo en su corazón que lo lleva a clamar.

El camino a la madurez 

El nuevo creyente no debe conformarse con los primeros pasos en la oración; él debe crecer y madurar en aquella comunión que ahora tiene con Dios, de la misma manera que un niño va creciendo y madurando en la relación con sus padres. Esta comunión con Dios es sólo por Su gracia, gracia que ya hemos recibido en Cristo; pero como decía el apóstol Pedro a las iglesias acerca de la gracia recibida: “creced en la gracia” (2 P. 3:18), la oración es un medio de gracia dado por Dios, es decir, un medio para recibir, disfrutar y crecer en aquello que Dios nos ha concedido en Él por medio de Su Hijo; mediante la oración crecemos en la gracia de la comunión con Dios, le conocemos, pedimos, recibimos de Dios, por medio de Jesucristo, a través de la oración. Todo nuevo creyente que comienza a orar, lo hará muchas veces de manera inconstante, cometiendo errores, como un niño que está aprendiendo a hablar, pero que por gracia es escuchado con atento amor por su padre terrenal; así es Dios con nosotros, que nos escucha en nuestra inmadurez, pero por medio de la práctica de una vida constante de oración, este músculo espiritual puede ser fortalecido de tal manera, que empieza a manifestarse una madurez en la manera de expresarse, en la reverencia, en el amor, en la constancia, en el tiempo que pasamos en oración, es decir, crecemos y comenzamos a abundar más en la comunión preciosa que nos ha sido dada con Dios.

La importancia de orar

Orar es importante y necesario para el creyente, es como el respirar en lo natural, respiramos porque estamos vivos, y oramos porque hemos recibido la vida de Dios. Como nadie puede aguantar mucho tiempo sin respirar porque causaría un daño irreversible a su organismo, así tampoco el cristiano puede tener una vida en la cual sólo ora a veces, o esporádicamente, sin sufrir daño alguno en su vida espiritual. El cristiano debe dedicar tiempo a la oración, no apenas para sobrevivir, sino para recibir y disfrutar de su Señor. En una ocasión el Señor dijo: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá.” (Mt. 7:7). El mismo Señor nos anima a orar, pidiendo, buscando y llamando. Pidiendo, porque reconocemos nuestra necesidad y que sólo Él puede suplirla ¡Qué desventurado aquel cristiano que busca hacer las cosas en sus propias fuerzas! Así no experimentará la gracia de recibir y de ser ayudado por su Señor. Santiago decía en su Epístola acerca de los que no piden: “…combatís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis, porque no pedís” (Stg. 4:2). El nuevo creyente debe aprender a pedir a Dios para sus necesidades, para su familia, para la Iglesia del Señor, para la obra de Dios, debe pedir por los incrédulos, y así experimentará la gracia y el gozo de recibir (Jn. 16:24). El nuevo creyente también debe aprender a buscar a Dios en oración.

Un cristiano que busca constantemente en oración al Señor, encontrará mayor revelación de Su poder, de Su Presencia, experimentará mayor vida y vigor espiritual, porque aquellos que buscan a Dios tendrán una dulce comunión con quien sí puede saciar al alma sedienta. Es también necesario que el creyente llame, clame a su Señor para que se le abran puertas. Ciertamente un nuevo creyente pronto empezará a experimentar las dificultades y luchas propias de todo creyente con su propia carne, con el mundo y aun con el diablo; esta oposición se levantará para frenar el avance de la vida espiritual del nuevo creyente; por ello él necesita orar, clamar al Señor, para vencer la tentación (Mt. 26:41), para que le fortalezca en las pruebas, para que le sean abiertas puertas para hacer la voluntad del Señor (Col. 4:3), clamando ante el “trono de la gracia para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.” (He. 4:16). Tenemos también el vivo ejemplo de nuestro Señor Jesucristo; tal vez pensaríamos que si alguien no necesitaría orar sería Él, pero, por el contrario, Él nos muestra esta necesidad con su propio ejemplo, cuando se alejaba de las multitudes a lugares desiertos para orar (Lc. 5:16); oraba toda la noche para tomar decisiones importantes (Lc. 6:12); buscaba comunión con su Padre desde temprano (Mr. 1:35), y oró aún, antes de ser apresado, para ser fortalecido por Su Padre (Lc. 22:40-44). Si el Hijo Bendito de Dios necesitó orar en estas y otras tantas situaciones para llevar a cabo la voluntad de Su Padre, ¡cuánto más nosotros necesitamos hacerlo!

Orar es importante y necesario para el creyente, es como el respirar en lo natural, respiramos porque estamos vivos, y oramos porque hemos recibido la vida de Dios. Como nadie puede aguantar mucho tiempo sin respirar porque causaría un daño irreversible a su organismo, así tampoco el cristiano puede tener una vida en la cual sólo ora a veces, o esporádicamente, sin sufrir daño alguno en su vida espiritual.

Esforzándonos en la gracia de la oración 

La oración debe ser parte de la vida práctica de todo creyente, pero los que están comenzando deben aprender cómo avanzar y crecer en este medio de gracia. Nuestro Señor enseñó al respecto que debemos tener una vida privada de oración, y que ésta debe ser intencional, cuando dijo: “Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público.” (Mt. 6:6). El creyente debe apartar lugar y tiempo en su agenda para orar en privado. Seguramente, la vida de oración de muchos al principio empezará con diez minutos o menos, pero la práctica constante y la disciplina de orar de manera privada, dará lugar a tiempos de oración más largos y profundos, por lo cual no debemos desistir de orar. El apóstol Pablo decía al joven Timoteo: “…esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús.” (2 Ti. 2:1). Nosotros también debemos esforzarnos en la gracia de Dios en esta área, si queremos crecer y madurar en la gracia que hemos recibido de nuestro Señor, como es la comunión con Él. Si quiero conocerle más, amarle más, servirle mejor a Él y a su pueblo, entonces debo pasar tiempos con Él, a Sus pies, adorándole, orando, a fin de estrechar la comunión. Por esta razón, no sólo debemos orar, sino que deberíamos tener varios tiempos de oración al día; así como comemos varias veces al día, tenemos necesidad constante de la comunión con nuestro Padre por medio de la oración. El salmista David decía: “Tarde y mañana y a mediodía oraré y clamaré, y él oirá mi voz.” (Sal. 55:17).

También el profeta Daniel tenía esta costumbre: “…y abiertas las ventanas de su cámara que daban hacia Jerusalén, se arrodillaba tres veces al día, y oraba y daba gracias delante de su Dios, como lo solía hacer antes.” (Dn. 6:10). Siguiendo estos ejemplos, el cristiano debería acudir al Señor en oración varias veces al día: en la mañana temprana, antes de hacer cualquier cosa; también a mitad de su día apartar tiempo para buscar al Señor, y en la tarde o noche buscar nuevamente a su Señor en íntima oración. Debemos fijarnos tiempos de oración.

Pero no sólo debe crecer el cristiano en su vida privada de oración, sino también en orar junto a otros creyentes; tener compañeros para orar es de gran ayuda para nuestra vida de oración. Si eres joven o soltero, qué gran ayuda es encontrar a otros jóvenes con quienes poder orar juntos por las necesidades mutuas y de otros. Si somos nuevos en el Señor, esto también puede contribuir a nuestro crecimiento espiritual, orando con otros hermanos más experimentados y maduros, con quienes podemos aprender a llevar las cargas al Señor.

Pero no sólo debe crecer el cristiano en su vida privada de oración, sino también en orar junto a otros creyentes; tener compañeros para orar es de gran ayuda para nuestra vida de oración. Si eres joven o soltero, qué gran ayuda es encontrar a otros jóvenes con quienes poder orar juntos por las necesidades mutuas y de otros.

Aquellos que están casados tienen una ayuda idónea, no sólo para el hogar, sino para orar juntos; sin duda, en nuestro cónyuge podemos encontrar un(a) compañero(a) de oración con quien clamar por las necesidades más profundas, las cuales no resultan fáciles de compartir con otros. También son de gran importancia las reuniones que la Iglesia aparta para este propósito; esto será de gran fortaleza para quienes están comenzando. La oración corporativa es de gran beneficio para el nuevo creyente, porque allí aprenderá a orar junto a otros que tienen más madurez, y será testigo de la acción de gracias de otros creyentes por las oraciones respondidas. ¡Será testigo del obrar de Dios! Por lo cual debemos esforzarnos más por asistir a estas Reuniones, las cuales a veces son muy descuidadas por los miembros de las iglesias. El creyente también puede acudir al ejemplo de los hombres y mujeres de Dios en las Escrituras para aprender de ellos cómo oraban y clamaban a Dios. Y, principalmente, podemos aprender del ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, quien enseñó sobre la necesidad de orar siempre, y no desmayar en la práctica de la oración (Lc. 18:1).

Orando con fe 

El creyente debe aprender a orar con fe: “Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan.” (He. 11:6). Cuando estamos comenzando a orar, al principio se nos puede dificultar el ser conscientes de que nuestras oraciones son oídas; muchos perciben como que sus palabras van al aire o que hablan a una pared, por lo cual se debe crecer en la fe por medio de oír la Palabra de Dios (Ro. 10:17), y ejercitarla cuando oramos. Por la fe, es decir, la confianza y plena certidumbre en Dios y lo que Él ha dicho, debemos creer que nuestras oraciones no sólo son escuchadas, sino que serán respondidas (Mr. 11:24), como decía el mismo Señor Jesús, quien nos animó a pedir en Su Nombre: “Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido.” (Jn. 16:24). Debemos dar pleno crédito, por la fe, a Su promesa, ya que si el mismo Señor nos ha instado a pedir en Su Nombre, asegurándonos de que recibiremos lo pedido, entonces Él cumplirá Su promesa. Si le buscamos en oración, Él galardonará al que tal hiciere (Mt. 6:6; He. 11:6), si lo hace con fe y plena certidumbre de que su Padre Celestial, que entregó a Su propio Hijo para salvarlo, le dará también junto con Él todas las cosas (Ro. 8:32).

En ocasiones, el nuevo creyente cree que sus oraciones no serán oídas por causa de su pasado, por causa de los muchos pecados de su vida pasada. Sobre esto decía nuestro hermano Charles Spurgeon: “Si te amó, cuando estabas lleno de corrupción; ¿no escuchará tus oraciones ahora que te ha hecho heredero del Cielo?” Por la fe debemos sobreponernos, pues, ciertamente nadie, por su propia dignidad, será oído por Dios, pero sí por la dignidad del Hijo de Dios, Jesucristo el Fiel, por medio de quien ahora el creyente es recibido y escuchado por Dios. El mismo Señor Jesús animó a sus discípulos a orar, diciéndoles: “Y yo os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá.” (Lc. 11:9-10). No dudemos de semejante promesa hecha por nuestro Señor. Oremos con fe, como pecadores que han sido recibidos a misericordia.

Echemos mano de la oración 

Todo el que ha nacido de nuevo tiene por gracia, a su disposición, lo provisto por nuestro Señor para una vida piadosa (2 P. 1:3), por lo cual el nuevo creyente debe revisar su vida de oración.

En ocasiones, el nuevo creyente cree que sus oraciones no serán oídas por causa de su pasado, por causa de los muchos pecados de su vida pasada. Sobre esto decía nuestro hermano Charles Spurgeon: “Si te amó, cuando estabas lleno de corrupción; ¿no escuchará tus oraciones ahora que te ha hecho heredero del Cielo?

¿Tiene usted un vivo deseo de tener comunión con Aquel que le salvó? ¿O aún su corazón no ha sido transformado por la gracia de Dios, que le llama y capacita para tener comunión con Él? Si no tiene dicha comunión, bien puede preocuparse, y debería examinar su fe a la luz de las Escrituras; pero si usted la tiene, si anhela conocer más al que le salvó, debe invertir seriamente en su vida de oración. Si ha sido negligente, perezoso o distraído para con este llamado tan importante, arrepiéntase, y busque de todo corazón al Señor, quien dijo: “Entonces me invocaréis, y vendréis y oraréis a mí, y yo os oiré; y me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón.” (Jer. 29:12-13) ¡Sí, ore! Pase tiempo con Dios, pida, clame, ruegue insistentemente, ore regularmente, porque Dios no se tardará en responder y hacer justicia a Sus escogidos (Lc. 18:1-8).

No se conforme al modelo de los que dicen ser creyentes, pero tienen una vida de oración pobre y descuidada. Usted crezca en esta gracia de Dios, madrugue, aparte tiempo, elimine excusas, y entréguese al llamado de su Padre Celestial, quien le espera para tener comunión con usted, Su hijo.

Bogotá / Colombia

Alberto Rabinovici

Colaborador y escritor del ministerio tesoros cristianos. Nacido en Argentina, criado en Paraguay e Israel. Vive en Colombia hace 8 años donde sirve en la iglesia local donde reside. Felizmente casado con Daniela, y tiene un hijo: Natanael.