«Toda la Escritura es inspirada por Dios.» (2 Timoteo 3:16).
Preciosas palabras! ¡Ojalá ellas fueran más minuciosamente entendidas en este nuestro día! Es de la mayor importancia posible que el pueblo del Señor esté arraigado, cimentado y establecido en la gran verdad de la inspiración plenaria de la Santa Escritura. Es de temer que el descuido en cuanto a este asunto del mayor peso se está extendiendo en la iglesia profesante hasta una magnitud que causa consternación. En muchos lugares se ha puesto de moda mostrar desprecio ante la idea de la inspiración plenaria. Se la estima como de la más absoluta puerilidad e ignorancia. El hecho de ser capaces, mediante la crítica libre, de descubrir imperfecciones en el precioso volumen de Dios, es considerado por muchos como una gran demostración de profunda erudición, amplitud de mente y pensamiento original; y luego, presumir y asumir el derecho de juzgar la Biblia como si fuera una mera composición humana. Ellos emprenden la tarea de pronunciarse sobre lo que es, y sobre lo que no es, digno de Dios. De hecho, ellos asumen, virtualmente, el derecho de juzgar a Dios mismo. El resultado presente es, como se podía esperar, de tinieblas y confusión absolutas, tanto para los propios ilustrados doctores como para todos quienes son tan necios como para escucharlos. Y en cuanto al futuro, ¿quién puede concebir el destino eterno de todos aquellos que tendrán que responder ante el tribunal de Cristo por el pecado de blasfemar la Palabra de Dios, y descarriar a cientos mediante su incrédula enseñanza?
Sin embargo, nosotros no ocuparemos tiempo en extendernos sobre esta pecaminosa insensatez de incrédulos y escépticos – aunque se los denomine Cristianos – o sus endebles esfuerzos para arrojar deshonra sobre el incomparable volumen que nuestro amable Dios ha hecho que se escriba para nuestra enseñanza. Algún día u otro descubrirán su fatal equivocación. ¡Dios conceda que no sea demasiado tarde! Y en cuanto a nosotros, que sea nuestro profundo gozo y nuestra profunda consolación meditar en la Palabra de Dios, para que de este modo siempre estemos descubriendo algún nuevo tesoro en esa mina inagotable, algunas nuevas glorias morales en esa revelación celestial que nos habla con un detalle y una frescura tales, como si fuera escrita expresamente para nosotros – escrita en este mismo día.
Es de la mayor importancia posible que el pueblo del Señor esté arraigado, cimentado y establecido en la gran verdad de la inspiración plenaria de la Santa Escritura.
No existe nada como la Escritura. Tomen, por ejemplo, cualquier escrito humano de la misma data de la Biblia; si pudieras poner tu mano en algún volumen escrito tres mil años atrás, ¿qué hallarías? Una curiosa reliquia de antigüedad, algo a ser puesto en el Museo Británico al lado de una momia Egipcia, no teniendo absolutamente ninguna aplicación para nosotros o para nuestro tiempo, un documento mohoso, una pieza de escrito obsoleto inútil para nosotros en forma práctica, refiriéndose solamente a un estado de sociedad y a una condición de cosas pasadas hace mucho tiempo y enterradas en el olvido.
La Biblia, al contrario, es el libro para el día de hoy. Es el libro de Dios, Su revelación perfecta. Es Su propia voz hablando a cada uno de nosotros. Es un libro para todas las épocas, para toda región, para toda clase de personas, para todas las clases sociales, alta, media y baja, para el rico y el pobre, para el culto y para el ignorante, para el anciano y para el joven. Habla en un lenguaje tan simple que un niño puede entenderlo, y aun así tan profundo, que el más enorme intelecto no puede agotarla. Además, habla directo al corazón, toca los manantiales más profundos de nuestro ser moral; penetra a las raíces ocultas del pensamiento y del sentimiento en el alma; nos juzga minuciosamente. En una palabra, es, como nos dice el apóstol inspirado, «viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón.» (Hebreos 4:12).
Y luego, adviertan el maravilloso alcance de su extensión. Trata con precisión y tan fuertemente con los hábitos y costumbres, las maneras y los axiomas del siglo 19 de la era Cristiana como con los de los días más tempranos de la existencia humana. Exhibe un perfecto conocimiento del hombre en cada etapa de su historia. El Londres de hoy y la ciudad de Tiro de tres mil años atrás son reflejados con igual precisión y fidelidad en la página sagrada. La vida humana en cada etapa de su desarrollo es retratada por una mano maestra en ese maravilloso volumen que nuestro Dios ha escrito benignamente para nuestra enseñanza.
¡Qué privilegio es poseer un libro semejante! ¡tener en nuestras manos una revelación divina! ¡tener acceso a un libro, del que cada línea es dada por inspiración de Dios! ¡tener una historia dada divinamente del pasado, el presente y el futuro! ¿Quién puede estimar correctamente un privilegio tal como este?
Pero entonces, este libro juzga al hombre – juzga sus caminos – juzga su corazón. Le dice la verdad acerca de él mismo. Por eso al hombre no le agrada el libro de Dios. Un hombre inconverso preferiría ampliamente un periódico o una novela sensacionalista a la Biblia. Él preferiría leer el reporte de un juicio en una de nuestras cortes de justicia criminal que un capítulo en el Nuevo Testamento.
De ahí, también, el esfuerzo constante de buscar defectos en el bendito libro de Dios. Incrédulos, en todas las épocas y de todas las clases, han trabajado duro para descubrir imperfecciones y contradicciones en la Escritura Santa. Los enemigos resueltos de la Palabra de Dios han de ser hallados, no sólo en las filas del vulgo, de los toscos y los corrompidos, sino entre los educados, los refinados y los cultivados. Tal como fue en los días de los apóstoles. «Ciertos hombres malos, de los ociosos que frecuentan la plaza» (Hechos 17:5 – VM), y «mujeres religiosas, de honorable condición» (Hechos 13:50 – VM) – dos clases de personas tan alejadas unas de otras, socialmente y moralmente – encontraron un punto en que ellos pudieron estar sinceramente de acuerdo, a saber, el rechazo absoluto de la Palabra de Dios y de quienes la predicaban fielmente. (Comparen Hechos 13:50 con Hechos 17:5). De este modo, nosotros siempre encontramos que los hombres que difieren en casi todo lo demás, concuerdan en su resuelta oposición a la Biblia. Otros libros son dejados en paz. Los hombres no se preocupan de señalar defectos en los escritos de Virgilio, Horacio, Homero o Heródoto; pero ellos no pueden soportar la Biblia, pues ella los expone y les dice la verdad acerca de ellos mismos y del mundo al que ellos pertenecen.
Y, ¿no fue exactamente igual con la Palabra viva – el Hijo de Dios, el Señor Jesucristo, cuando Él estuvo aquí entre los hombres? Los hombres le aborrecieron porque Él les dijo la verdad. Su ministerio, Sus palabras, Sus modos, Su vida entera fue un testimonio constante contra el mundo; de ahí la amarga y persistente oposición de ellos: a otros hombres se les dejaba pasar, pero Él era observado y acechado en cada movimiento de Su senda. Los grandes líderes y guías del pueblo «consultaron entre sí de cómo podrían entramparle en alguna palabra.» (Mateo 22:15 – VM), para hallar ocasión contra Él para poder ellos entregarle al poder y autoridad del gobernador. Así fue durante su maravillosa vida; y al final, cuando el Bendito fue clavado a la cruz entre dos malhechores, estos últimos fueron dejados en paz; no hubo insultos dirigidos a ellos, los principales sacerdotes y ancianos no menearon su cabeza ante ellos. No: todos los insultos, toda la burla, toda la tosca y desalmada vulgaridad – todo se acumuló sobre el Ocupante divino de la cruz central.
Ahora bien, es bueno que nosotros entendamos a fondo la fuente real de la oposición a la Palabra de Dios – sea ella la Palabra viva o la Palabra escrita. Ello nos capacitará para estimarla en su real valor.
La Biblia, al contrario, es el libro para el día de hoy. Es el libro de Dios, Su revelación perfecta. Es Su propia voz hablando a cada uno de nosotros. Es un libro para todas las épocas, para toda región, para toda clase de personas, para todas las clases sociales, alta, media y baja, para el rico y el pobre, para el culto y para el ignorante, para el anciano y para el joven.
El diablo odia la Palabra de Dios – la odia con un odio perfecto, y por eso él emplea incrédulos eruditos para escribir libros que demuestren que la Biblia no es la Palabra de Dios, que no puede ser, ya que hay errores y discrepancias en ella; y no sólo eso, sino que en el Antiguo Testamento encontramos leyes e instituciones, hábitos y prácticas indignas de un Ser amable y benevolente.
A todo este estilo de argumento nosotros tenemos una breve y directa respuesta; de todos estos incrédulos eruditos decimos simplemente, «ellos no conocen absolutamente nada acerca del asunto.» Ellos pueden ser muy eruditos, muy inteligentes, pensadores muy profundos y originales, bien preparados en literatura general, muy competentes para dar una opinión sobre cualquier tema dentro del dominio de la filosofía natural y moral, muy capaces de discutir cualquier asunto científico. Además, ellos pueden ser muy amables en la vida privada, caracteres estimables, amables, benevolentes y filantrópicos, amados en privado y respetados en público. Ellos pueden ser todo esto, pero al ser inconversos, y al no tener el Espíritu de Dios, ellos son totalmente incompetentes para formarse, y mucho menos para emitir, un juicio sobre el tema de la Santa Escritura.
Si alguna persona completamente ignorante de la astronomía presumiera emitir un juicio sobre los principios del sistema Copernicano, estos mismos hombres de quienes hablamos la declararían, de inmediato, absolutamente incompetente para hablar, e indigna de ser oída sobre semejante tema. En resumen, nadie tiene ningún derecho en absoluto para ofrecer una opinión sobre un asunto del cual no tiene conocimiento. Este es un principio admitido por todas partes, y por tanto su aplicación en el caso que tenemos ahora ante nosotros no puede ser puesto en duda justamente.
Ahora bien, el apóstol inspirado nos dice, en su primera Epístola a los Corintios, que, «el hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios; porque le son insensatez; ni las puede conocer, por cuanto se disciernen espiritualmente.» (1 Corintios 2:14 – VM). Esto es conclusivo. Él habla de hombres en su estado natural, por muy erudito y cultivado que él sea. Él no está hablando de ninguna clase especial de hombres, sino simplemente del hombre en su estado inconverso, del hombre desprovisto del Espíritu de Dios. Algunos pueden imaginar que el apóstol se refiere al hombre en un estado de barbarie, o de salvaje ignorancia. De ningún modo; se trata simplemente del hombre natural, sea él un erudito filósofo o un ignorante payaso. Él no puede conocer las cosas del Espíritu de Dios. Entonces, ¿cómo puede él formarse o emitir un juicio en cuanto a la Palabra de Dios? ¿Cómo puede tomar a su cargo decir lo que es, o lo que no es digno que Dios escriba? Y si él es lo suficientemente audaz para hacerlo – como ¡es lamentable! él lo es – ¿quién será lo suficientemente necio como para escucharlo? Sus argumentos son sin base; sus teorías sin valor; sus libros sólo son aptos para el cesto de papeles desechados. Y todo esto, obsérvese, sobre el principio universalmente admitido arriba mencionado, de que nadie tiene ningún derecho a ser escuchado sobre un tema del cual él es completamente ignorante.
De este modo nos libramos de la tribu completa de escritores incrédulos. ¿Quién pensaría escuchar a un ciego disertando sobre el tema de la luz y la sombra? Y con todo, un hombre semejante tiene mayor cantidad de motivos para ser oído que un hombre inconverso sobre el tema de la inspiración. La enseñanza humana, por muy variada y extensa que sea, la sabiduría humana, por muy profunda que sea, no pueden calificar a un hombre para emitir un juicio sobre la Palabra de Dios. Sin duda un estudioso puede examinar y cotejar Manuscritos, simplemente como un asunto de crítica; él puede ser capaz de formarse un juicio en cuanto a la cuestión de la autoridad para cualquiera lectura particular de un pasaje; pero este es un asunto totalmente diferente de un escritor incrédulo que emprende la tarea de emitir un juicio sobre la revelación que Dios, en Su bondad infinita, nos ha dado. Nosotros sostenemos que ningún hombre puede hacer esto. Es sólo por el Espíritu que inspiró las Santas Escrituras que esas Escrituras pueden ser entendidas y apreciadas. La Palabra de Dios debe ser recibida en su propia autoridad. Si el hombre puede juzgarla o discutir sobre ella, no es la Palabra de Dios en absoluto. ¿Nos ha dado Dios una revelación o no? Si Él lo ha hecho, ella debe ser absolutamente perfecta en todos los aspectos, y siendo así, debe estar enteramente más allá del alcance del juicio humano. El hombre no es más competente para juzgar la Escritura de lo que él es para juzgar a Dios. Las Escrituras juzgan al hombre, no el hombre a las Escrituras.
Esto hace toda la diferencia. Nada puede ser más miserablemente despreciable que los libros que los incrédulos escriben contra la Biblia. Cada página, cada párrafo, cada frase, sólo sirve para ilustrar la verdad de la declaración del apóstol de que » el hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios; …ni las puede conocer, por cuanto se disciernen espiritualmente.» (1 Corintios 2:14 – VM). Su indisculpable ignorancia del tema que ellos se toman el trabajo de tratar se equipara solamente a su confianza en ellos mismos. De su irreverencia nosotros no decimos nada, pues ¿quién pensaría encontrar reverencia en los escritos de incrédulos? Quizás podríamos buscar un poco de modestia, si no fuera que nosotros estamos plenamente al tanto de la amarga animosidad que yace en la raíz de todos esos escritos, y los hace absolutamente indignos de ser considerados ni por un momento.
Cada página, cada párrafo, cada frase, sólo sirve para ilustrar la verdad de la declaración del apóstol de que » el hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios; …ni las puede conocer, por cuanto se disciernen espiritualmente.» (1 Corintios 2:14 – VM).
Otros libros pueden contener un examen desapasionado: pero el acercamiento al precioso libro de Dios es llevado a cabo con la predeterminada conclusión de que no es una revelación divina, porque, ciertamente, los incrédulos nos dicen que Dios no nos podía dar una revelación escrita de Sus pensamientos.
¡Qué extraño! Los hombres pueden darnos una revelación de sus pensamientos, y los incrédulos lo han hecho así muy claramente; pero Dios no puede. ¡Qué insensatez! ¡Qué presunción! ¿Porqué, podríamos preguntar legítimamente, Dios no podía revelar Sus pensamientos a Sus criaturas? ¿Por qué hay que pensar en ello como algo increíble? Por ninguna razón en absoluto, sino porque los incrédulos desearían que fuera así. El deseo es, en este caso, padre del pensamiento. La cuestión hecha surgir por la serpiente antigua en el huerto del Edén casi seis mil años atrás, ha sido transmitida de época a época por toda clase de escépticos, racionalistas e incrédulos, a saber, » ¿Conque ha dicho Dios:…? (Génesis 3:1 – VM). Nosotros respondemos con intenso deleite, «Sí, bendito sea Su santo nombre, Él ha hablado – nos ha hablado. Él ha revelado Sus pensamientos; Él nos ha dado las Santas Escrituras.» «Toda la Escritura es inspirada por Dios; y es útil para enseñanza, para reprensión, para corrección, para instrucción en justicia; a fin de que el hombre de Dios sea perfecto [artios], estando bien preparado para toda buena obra.» (2 Timoteo 3: 16, 17 – VM). y de nuevo, «Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza.» (Romanos 15:4).
¡El Señor sea alabado por tales palabras! Ellas nos aseguran que toda Escritura es dada por Dios, y que toda Escritura es dada a nosotros. ¡Precioso vínculo entre el alma y Dios! ¿Qué lenguaje puede hablar del valor de un vínculo tal? Dios ha hablado – nos ha hablado. Su Palabra es una roca contra la cual todas las olas del pensamiento incrédulo se estrellan en desdeñable impotencia, dejándola en su propia fortaleza divina y estabilidad eterna. Nada puede tocar la Palabra de Dios. Ni todos los poderes del hombre y del infierno, hombres y demonios combinados pueden mover alguna vez la Palabra de Dios. Allí se yergue en su propia gloria moral, a pesar de todos los asaltos del enemigo de época en época. «¡Hasta la eternidad, oh Jehová, tu palabra permanece estable en el cielo!» (Salmo 119:89 – VM). «Has engrandecido tu nombre, y tu palabra sobre todas las cosas.» (Salmo 138:2). ¿Qué queda para nosotros? Solamente esto, «Dentro de mi corazón he atesorado tu palabra, para no pecar contra ti.» (Salmo 119:11 – VM). Aquí yace el profundo secreto de la paz. El corazón es unido al trono, sí, al corazón mismo de Dios mediante Su muy preciosa Palabra, y es puesta así en posesión de una paz que el mundo no puede dar, ni quitar. ¿Qué pueden producir todas las teorías, los razonamientos y los argumentos de los incrédulos? Simplemente nada. Ellos son estimados como el tamo de las eras de verano. Para uno que ha aprendido realmente, por medio de la gracia, a confiar en la Palabra de Dios – a descansar en la autoridad de la Santa Escritura – todos los libros incrédulos que alguna vez fueron escritos son absolutamente sin valor, sin sentido, sin poder; ellos exhiben la ignorancia y la terrible presunción de los escritores; pero en cuanto a la Escritura, ellos la dejan exactamente donde siempre ha estado y siempre estará, «estable en el cielo» (Salmo 119:89 – VM), tan inamovible como el trono de Dios.
[Al referirnos a escritores incrédulos, deberíamos tener en mente que, con mucho, los más peligrosos de todos son quienes se llaman a sí mismos Cristianos. En nuestros días de juventud, siempre que oíamos la palabra «incrédulo» pensábamos en seguida en alguno como Tom Paine, o Voltaire; ahora, ¡es lamentable! tenemos que pensar en los así llamados obispos o doctores de la iglesia profesante. ¡Un hecho tremendo!]
El asalto de los incrédulos no puede tocar el trono de Dios ni pueden ellos tocar Su Palabra; y, bendito sea Su nombre, tampoco pueden tocar la paz que fluye a través del corazón que reposa sobre ese fundamento imperecedero. «Grande es la paz de los que aman tu ley, y no hay para ellos tropiezo.» (Salmo 119:165 – VM). «La palabra del Dios nuestro permanece para siempre.» (Isaías 40:8). «Toda carne es como hierba, Y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae; Mas la palabra del Señor permanece para siempre. Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada.» (1 Pedro 1:24, 25).
Aquí tenemos nuevamente el mismo precioso vínculo dorado. La Palabra que ha llegado a nosotros en la forma de buenas nuevas es la Palabra del Señor que permanece para siempre: y de ahí que nuestra salvación y nuestra paz son tan estables como la Palabra sobre la cual ellas están fundamentadas. Si toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre como flor de la hierba, entonces ¿qué valor tienen los argumentos de los incrédulos? Ellos son tan inútiles como la hierba seca o la flor caída, y los hombres que los ponen en circulación y aquellos que son movidos por ellos hallarán que son así, más temprano o más tarde. ¡Oh! la pecaminosa insensatez de disputar contra la Palabra de Dios – de disputar contra la única cosa en todo este mundo que puede dar reposo y consolación al pobre y cansado corazón humano – disputar contra lo que trae las buenas nuevas de salvación a pobres pecadores perdidos – ¡y las trae frescas desde el corazón de Dios!
Pero aquí, quizás, podemos vernos enfrentados a la pregunta tan a menudo esgrimida y que ha atribulado a muchos y les ha conducido a huir buscando refugio en lo que se denomina «La autoridad de la iglesia.» La pregunta es esta: ¿Cómo sabemos que el libro que llamamos la Biblia es la Palabra de Dios? Nuestra respuesta a esta pregunta es una muy sencilla, y es esta: Aquel que nos ha dado, por gracia, el libro bendito, puede darnos también la certeza de que el libro proviene de Él. El mismo Espíritu que inspiró a los varios escritores de las Santas Escrituras nos puede hacer conocer que esas Escrituras son la voz misma de Dios hablándonos. Es sólo por Su Espíritu que alguien puede discernir esto. Como ya hemos visto, «el hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios;. . . ni las puede conocer, por cuanto se disciernen espiritualmente.» (1 Corintios 2:14 – VM). Si el Espíritu Santo no nos hace conocer y nos da la certeza de que la Biblia es la Palabra de Dios, ningún hombre o cuerpo de hombres puede, posiblemente, hacerlo: y, por otra parte, si Él nos da la bendita certeza nosotros no necesitamos el testimonio del hombre.
Él nos ha dado las Santas Escrituras.» «Toda la Escritura es inspirada por Dios; y es útil para enseñanza, para reprensión, para corrección, para instrucción en justicia; a fin de que el hombre de Dios sea perfecto [artios], estando bien preparado para toda buena obra.» (2 Timoteo 3: 16, 17 – VM).
Nosotros admitimos sin reserva que una sombra de incertidumbre sobre esta pregunta sería una tortura y una miseria positivas. ¿Pero quién nos puede dar certeza? Dios solo. Si todos los hombres que están en la tierra se pusieran de acuerdo para testificar de la autoridad de la Santa Escritura, si todos los concilios que alguna vez se celebraron, todos los doctores que alguna vez enseñaron, todos los padres de la iglesia que alguna vez escribieron estuvieran a favor del dogma de la inspiración plenaria; si la iglesia universal, si cada denominación en la Cristiandad diera su asentimiento a la verdad de que la Biblia es, de hecho, la Palabra de Dios; en una palabra, si tuviésemos toda la autoridad humana que alguna vez se pudiera tener con referencia a la integridad de la Palabra de Dios, ello sería absolutamente insuficiente como terreno de certeza; y si nuestra fe estuviese fundada sobre aquella autoridad ella sería perfectamente sin valor. Dios solo puede darnos la certeza de que Él ha hablado en Su Palabra; y, bendito sea Su nombre, cuando Él la da, todos los argumentos, todas las objeciones, todas las sutilezas, todos los cuestionamientos de incrédulos, antiguos y modernos, son como espuma sobre las aguas, como el humo que sale del tope de una chimenea, o como el polvo sobre el piso. El creyente verdadero los rechaza como rechaza tanta basura sin valor y reposa en santa tranquilidad en aquella incomparable revelación que nuestro Dios nos ha dado por gracia.
Es de la mayor importancia posible para el lector que esté minuciosamente claro y establecido en cuanto a este serio asunto si ha de elevarse por sobre la influencia de la incredulidad, por un lado, y de la superstición, por el otro. La incredulidad se encarga de decirnos que Dios no nos ha dado un libro – la revelación de Su mente – que no podía darlo. La superstición se encarga de decirnos que aunque Dios nos ha dado una revelación, con todo, nosotros no podemos tener certeza de ella sin la autoridad del hombre, ni entenderla sin la interpretación del hombre. Ahora bien, es bueno ver que por medio de las dos nosotros somos privados de la dádiva preciosa de la Santa Escritura. Y esto es precisamente lo que el diablo pretende. Él nos quiere privar de la Palabra de Dios; y él puede hacer esto tan eficazmente por medio de la aparente falta de confianza en uno mismo que humilde y reverentemente acude a hombres sabios y eruditos en busca de autoridad, como por medio de una incredulidad audaz que rechaza con denuedo toda autoridad, humana o divina.
Tomen un caso. Un padre escribe una carta a su hijo que está en la ciudad de Cantón (China), una carta llena del afecto y ternura del corazón de un padre. Él le cuenta sus planes y arreglos, le cuenta todo lo que él piensa que puede interesar al corazón de un hijo – todo lo que el amor del corazón de un padre podría sugerir. El hijo llama a la oficina de correos en Cantón para preguntar si hay una carta de su padre para él. Un funcionario de correos le dice que no hay ninguna carta, que su padre no le ha escrito y no le podría escribir, no le podría comunicar en absoluto sus pensamientos por un medio semejante, que solamente es insensatez pensar en una cosa como esta. Otro funcionario se presenta y dice, «Sí, hay aquí una carta para usted, pero usted no podría entenderla en absoluto; es bastante inservible para usted, de hecho solamente puede hacerle un daño positivo ya que usted es bastante incapaz de leerla correctamente. Usted debe dejar la carta en nuestras manos, y nosotros le explicaremos las porciones de ella que consideremos apropiadas para usted.» El primero de estos dos funcionarios representa la incredulidad; el último, la superstición. Por medio de ambos el hijo se vería privado de la carta largamente esperada – la preciosa comunicación proveniente del corazón de su padre. ¿Pero cuál, podemos preguntar, sería su respuesta a estos funcionarios indignos? Una muy breve y directa, podemos reposar seguros. Él diría al primero, «Yo se que mi padre me puede comunicar sus pensamientos por medio de una carta, y eso él lo ha hecho.» Él diría al segundo, «Yo se que mi padre me puede hacer comprender sus pensamientos mucho mejor de lo que usted puede hacerlo.» Y diría a los dos, y eso, también, con denuedo y firme decisión, «Entréguenme de inmediato la carta de mi padre, está dirigida a mí, y ningún hombre tiene ningún derecho de retenerla y no entregármela.» De esta manera, también, el Cristiano de corazón sencillo debería enfrentar la insolencia de la incredulidad y la ignorancia de la superstición – las dos agencias especiales del diablo, en este nuestro día, para desechar la preciosa Palabra de Dios. «Mi Padre ha comunicado Sus pensamientos, y Él me puede hacer entender la comunicación.» «Toda la Escritura es inspirada por Dios.» (2 Timoteo 3:16). Y, «las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron.» (Romanos 15:4). Magnífica respuesta para todo enemigo de la preciosa e incomparable revelación de Dios, ¡sea él un racionalista o un ritualista!
Nosotros sentimos que es nuestro deber sagrado, como muy ciertamente es nuestro alto privilegio, recalcar a todos aquellos a quienes tenemos acceso, la inmensa importancia, sí, la necesidad absoluta de la decisión más inexorable sobre este punto. Debemos mantener fielmente, a cualquier costo, la autoridad divina, y por tanto la supremacía absoluta y la suficiencia total de la Palabra de Dios en todos los tiempos, en todos los lugares, para todos los propósitos. Nosotros debemos atenernos a que las Escrituras, habiendo sido dada por Dios, son completas en el sentido más alto y más pleno de la palabra; que ellas no necesitan ningúna autoridad humana para acreditarlas o ninguna voz humana para hacerlas disponibles; ellas hablan por sí mismas y llevan sus credenciales con ellas. Todo lo que nosotros debemos hacer es creer y obedecer, no razonar o discutir. Dios ha hablado: a nosotros nos toca escuchar y rendir una obediencia sin reservas y reverente.
Nunca hubo un momento en la historia de la iglesia de Dios en el que fuese más necesario urgir sobre la conciencia humana la necesidad de obediencia implícita a la Palabra de Dios como el día actual. Ello es, ¡lamentablemente! muy escasamente sentido. Los cristianos profesantes, en su mayor parte, parecen considerar que tienen un derecho a pensar por sí mismos, a seguir su propia razón, su propio juicio, o su propia conciencia. Ellos no creen que la Biblia sea una guía divina y universal. Piensan que existen muchísimas cosas en las que se nos deja escoger a nosotros mismos. De ahí las casi innumerables sectas, partidos, credos y escuelas de pensamiento. Si se permite absolutamente la opinión humana, entonces, como algo común, un hombre tiene tanto derecho a pensar como otro, y así ha llegado a suceder que la iglesia profesante ha llegado a servir de refrán y burla para la división.
Dios solo puede darnos la certeza de que Él ha hablado en Su Palabra; y, bendito sea Su nombre, cuando Él la da, todos los argumentos, todas las objeciones, todas las sutilezas, todos los cuestionamientos de incrédulos, antiguos y modernos, son como espuma sobre las aguas, como el humo que sale del tope de una chimenea, o como el polvo sobre el piso.
¿Y cuál es el remedio soberano para esta extendida enfermedad? Aquí está: el sometimiento absoluto y completo a la autoridad de la Santa Escritura. No se trata que los hombres acudan a la Escritura para obtener confirmación de sus opiniones y sus puntos de vista, sino que acudan a ella para obtener el pensamiento de Dios en cuanto a todo, y que todo su ser moral se incline ante la autoridad divina. Esta es la única necesidad apremiante del momento en que nos ha tocado vivir – un sometimiento reverente, en todas las cosas, a la autoridad suprema de la Palabra de Dios. Sin duda habrá variedad en nuestra medida de inteligencia, en nuestra comprensión y apreciación de la Escritura; pero lo que nosotros apremiamos sobre todos los Cristianos es esa condición de alma, esa actitud de corazón expresada en aquellas preciosas palabras del salmista, «Dentro de mi corazón he atesorado tu palabra, para no pecar contra ti.» (Salmo 119:11 – VM). Esto, podemos estar seguros, es grato para el corazón de Dios. «A este hombre empero miraré, a saber, al que es humilde y contrito de espíritu, y que tiembla ante mi palabra.» (Isaías 66:2 – VM).
Aquí yace el verdadero secreto de la seguridad moral. Nuestro conocimiento de la Escritura puede ser muy limitado; pero si nuestra reverencia por ella es profunda, nosotros seremos protegidos de mil errores, de mil trampas. Y entonces habrá crecimiento firme. Creceremos en el conocimiento de Dios, de Cristo y de la Palabra escrita. Nos deleitaremos en extraer de esas profundidades vivientes e inagotables de la Santa Escritura, y en pastar a través de esas verdes pasturas que la gracia infinita ha abierto de par en par al rebaño de Cristo. Así será nutrida y fortalecida la vida divina, la Palabra de Dios llegará a ser más y más preciosa para nuestras almas, y seremos conducidos por el ministerio poderoso del Espíritu Santo a la profundidad, plenitud, majestad y gloria moral de la Santa Escritura. Seremos completamente libertados de las influencias que se están marchitando de todos los meros sistemas de teología, alta, baja o moderada – ¡una liberación muy bendita! Seremos capaces de decir a los defensores de todas las escuelas de teología bajo el sol, cualesquiera sean los elementos de verdad que ellos puedan tener en sus sistemas, lo que nosotros tenemos en perfección divina en la Palabra de Dios; no torcida y tergiversada para adaptarlos a un sistema, sino en su correcto lugar en el amplio círculo de la revelación divina que tiene su centro eterno en la Persona bendita de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
Wicklow / Irlanda
C. H. Mackintosh
Nació en octubre de 1820 en el Condado de Wicklow, Irlanda,y falleció en noviembre de 1896 en Cheltenham, Reino Unido. Fue un predicador cristiano del siglo XIX, dispensacionalista , escritor de comentarios bíblicos, editor de revistas y miembro de los Hermanos Plymouth .