JOHN BUNYAN

“Justamente cuando Cristiano llegó a la cruz, su carga se soltó de sus hombros y se cayó de su espalda; y comenzó a rodar, y siguió rodando, hasta que llegó a la boca del sepulcro, por donde cayó, y no volví a verla más. Entonces Cristiano estaba contento y ligero, y dijo con alegría en su corazón:‘Él me ha dado reposo por su angustia, y vida por su muerte”. (“El Progreso del Peregrino”)

 

Hace muchos años conversaban tres mujeres en el portal de una casa de cierta calle de Bedford, Inglaterra. Hablaban de Dios y de cómo Él las había salvado por medio de nuestro Señor Jesucristo; de cómo disfrutaban entonces de gozo y paz, de cómo Él contestaba sus oraciones y de cuán maravilloso era su Señor. Tan concentradas estaban en la conversación, contándose de Dios y de su Salvador, que no se dieron cuenta que un hombre se aproximaba hasta poder oír lo que ellas estaban diciendo. Él vio que estas humildes mujeres poseían algo real y sublime que él no tenía, algo que nunca había sabido ni experimentado. Jamás olvidó lo que había oído. Abandonó desde ese día sus antiguas compañías de gente impía, y se dio a buscar el tesoro espiritual que aquellas sencillas señoras poseían. Aquel hombre era John Bunyan, quien más tarde sería el autor de la famosa obra: “El Progreso del Peregrino”.

De hojalatero a soldado 

Nació en 1628, en Elstow, Bedfordshire, hijo de Thomas y Margaret Bunyan. Su padre era un calderero que viajaba por la zona reparando ollas y sartenes.

John aprendió a leer y a escribir, pero no tuvo la oportunidad de continuar con una educación clásica. A los diez años de edad su padre le puso a aprender el oficio de calderero y él lo aprendió bien. A pesar de que era joven pudo hacer bien su trabajo, y a los 14 años ya había terminado su período de aprendizaje y pudo trabajar por su cuenta. Era un joven fuerte y robusto, alegre y lleno de vida (en el sentido popular), un poco atrevido, y no muy precavido, y por eso estuvo a punto de perecer ahogado en un par de ocasiones. También, según él, podría haber perdido su vida cuando estuvo jugando con una serpiente venenosa. Estas cosas demuestran la bondad del Señor hacia él, que no le permitió perecer. A veces hacía sonar las campanas de la iglesia a horas intempestivas. Pero una de sus costumbres pecaminosas más horribles fue la de jurar, maldecir y blasfemar.

 

Era un joven fuerte y robusto, alegre y lleno de vida (en el sentido popular), un poco atrevido, y no muy precavido, y por eso estuvo a punto de perecer ahogado en un par de ocasiones.

En el año 1644 se unió al ejército. Cuando era soldado relató: “Iba a ser llevado con otros a un lugar para asediarlo, pero cuando estaba listo para partir, uno de la compañía quiso ir en mi lugar; yo consentí, y mientras estaba de centinela, recibió un disparo en la cabeza, y murió”. Cuando las fuerzas se desbandaron debió regresar a su hogar para retomar el oficio paterno.

Primeros pasos de su conversión 

Después de salir del ejército se casó con una joven en cuya familia todos eran creyentes fervorosos. Como dote solamente trajo con ella dos libros de su padre: “El camino al Cielo para el hombre sencillo”, por Arthur Dent, y “La práctica de la piedad”, por Lewis Bayly.

La influencia de su joven esposa y sus buenos libros le cambiaron gradualmente. Uno tras otro fue dejando todos sus entretenimientos favoritos. El hábito de jurar lo dejó de una vez por todas. Era diligente en su asistencia a los cultos y sermones y en la lectura de la Biblia, al menos en sus porciones narrativas, pero con la parte doctrinal y práctica, “las epístolas de Pablo y partes semejantes, no podía con ellas”, decía él. El cambio era real, aunque todavía algo superficial, provocando el asombro de sus vecinos. “En lo exterior – escribe Lord Macaulay – pronto se convirtió en un estricto fariseo, un pobre hipócrita pintarrajeado”, y así también es como él se describió a sí mismo.

La conversión no sucedió pronto o de una vez, sino tras una gran lucha; sintió gran carga por algunos pecados, así como falta de paz, y quería encontrar aquello que no tenía. Experimentó un fracaso tras otro en su “búsqueda”. En uno de esos momentos de fracaso, comenzó a pecar más que nunca, especialmente, con la lengua, con juramentos y maldiciones. Sin embargo, Dios en su providencia, le mandó una reprensión por la boca de una mujer de baja vida que le dijo que a ella le hizo temblar el oírle hablar como él hablaba, y que él podría corromper a toda la juventud del pueblo con su lengua. Debido a esa reprensión hecha por esa mujer de mala fama, trató de reformarse nuevamente.

En los siguientes trozos copiados de su libro “Gracia abundante para el mayor de los pecadores”, se descubre cómo él luchaba en oración durante el período de su conversión:

“Durante el tiempo en que me sentí condenado a las penas eternas, me admiraba de cómo los hombres se esforzaban por conseguir los bienes terrenales, como si esperasen vivir aquí eternamente… Si yo hubiese tenido la seguridad de la salvación de mi alma, cómo me sentiría inmensamente rico, aun cuando no tuviese para comer nada más que fríjoles”.

En su lucha por liberarse de la esclavitud del vicio y del pecado, no cerraba su alma a los seres desorientados que ignoraban los horrores del infierno. Acerca de esto, él escribió:

“Mediante las Escrituras percibí que el Espíritu Santo no quiere que los hombres entierren sus talentos y dones en la tierra, sino más bien que aviven esos dones… Doy gracias a Dios por haberme concedido la capacidad de amar y tener compasión por el alma del prójimo, y por haberme inducido a esforzarme grandemente para hablar una palabra que Dios pudiese usar para apoderarse de la conciencia y despertarla”.

En eso, el buen Señor respondió al anhelo de su siervo, y la gente comenzó a mostrarse conmovida y angustiada al percibir el horror de sus pecados y la necesidad de aceptar a Jesucristo:

La conversión no sucedió pronto o de una vez, sino tras una gran lucha; sintió gran carga por algunos pecados, así como falta de paz, y quería encontrar aquello que no tenía. Experimentó un fracaso tras otro en su “búsqueda”.

“Desde lo más profundo de mi corazón clamé a Dios insistentemente para que Él hiciese eficaz la Palabra para la salvación del alma… De hecho, le dije al Señor repetidamente que si el sacrificio de mi vida a la vista de la gente sirviese para despertarlos y confirmarlos en la verdad, yo lo aceptaría alegremente”.

Sus ojos abiertos a la gloria de Jesucristo 

Por medio de esas mujeres pobres que ya mencioné al principio, Bunyan conoció al recién instalado pastor bautista en Bedford, John Gifford, aquel que es identificado como “Evangelista” en “El Progreso del Peregrino”. Dios usó a Gifford para el bien de él. Especialmente, aprendió a buscar todo en la Biblia y a ser guiado por la Biblia solamente. Aprendió bien esa lección, y comenzó a estudiar su Biblia con más amor e interés que nunca. Sin embargo, de alguna manera u otra, también pudo leer el comentario de Lutero sobre la epístola a los Gálatas, y ese libro fue un canal de gran bendición para su vida. Casi nunca habló de un libro aparte de la Biblia, pero menciona ese de Lutero como de mucho beneficio para la conciencia herida.

“Busqué al Señor, orando y llorando, y desde el fondo de mi alma clamé: “Oh Señor, muéstrame, te lo ruego, que me amas con amor eterno”. Entonces escuché repetidas mis palabras, como en un eco: “Yo te amo con amor eterno”. Me acosté para dormiren paz y, al despertarme al día siguiente, la misma paz  inundaba mi alma. El Señor me aseguró: “Te amé cuando vivías pecando; te amé antes, te amo después y te amaré siempre”. Cierta mañana, mientras yo oraba, temblando, porque pensaba que no obtendría una palabra de Dios para consolarme, Él me dio esta frase: “Te basta mi gracia”. Mi entendimiento se llenó de tanta claridad, como si el Señor Jesús me hubiese estado mirando desde el cielo a través del tejado de la casa y me hubiese dirigido esas palabras. Volví a mi casa llorando, transportado de gozo, y humillado hasta el polvo. Sin embargo, cierto día, mientras ca- minaba por el campo, con mi conciencia intranquila, repentinamente estas palabras se apoderaron de mi alma: “Tu justicia está en los cielos”. Con los ojos del alma me pareció ver a Jesucristo sentado a la diestra de Dios, que permanecía allí como mi justicia… Además, vi que no es mi buen corazón lo que mejora mi justicia, ni lo que tampoco la perjudica; porque mi justicia es el propio Cristo, el mismo ayer, hoy y para siempre. Entonces las cadenas cayeron de mis tobillos: quedé libre de mis angustias, y las tentaciones que me asechaban perdieron su vigor; dejé de sentir temor por la severidad de Dios, y regresé a mi casa regocijándome con la gracia y el amor de Dios. No encontré en la Biblia la frase: ‘Tu justicia está en los cielos’, pero hallé: “…el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención…” (1 Co. 1:30), y vi que la otra frase era verdad. Mientras así meditaba, la siguiente porción de las Escrituras penetró con poder en mi espíritu: “… nos salvó,no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia…” (Tit. 3:5). Así fui levantado a las alturas y me hallé en los brazos de la gracia y de la misericordia. Antes temía a la muerte, pero después clamé: “Quiero morir”. La muerte se volvió para mí una cosa deseable. No se vive verdaderamente antes de pasar para la otra vida. “¡Oh – pensaba yo – esta vida es apenas un sueño en comparación con la otra!” El propio Dios es la porción de los santos. Fue eso lo que vi y lo que me llenó de admiración; Cristo era un Cristo precioso en mi alma, constituía mi gozo; la paz y el triunfo en Cristo eran tan grandes”.

“Busqué al Señor, orando y llorando, y desde el fondo de mi alma clamé: “Oh Señor, muéstrame, te lo ruego, que me amas con amor eterno”. Entonces escuché repetidas mis palabras, como en un eco: “Yo te amo con amor eterno”. Me acosté para dormiren paz y, al despertarme al día siguiente, la misma paz  inundaba mi alma.

Finalmente, recibió la paz del Señor, después de 5 o 6 años llenos de temores. Fue bautizado el 13 de mayo de 1653, teniendo 24 años de edad. Se unió a la iglesia donde estaban las tres mujeres que le llevaron a Gifford y donde había otros fieles también.

En el año 1655 murió la joven esposa, y le dejó 4 hijos para cuidar. La mayor de los hijos era una chica que nació ciega, llamada Mary (María). Él la amaba grandemente.

Los obstáculos que tenía que enfrentar eran muchos y variados; luchaba fielmente contra la tentación de vanagloriarse por el éxito de su ministerio, a fin de no caer en la condenación del diablo. Cuando cierta vez uno de sus oyentes le dijo que había predicado un buen sermón, él le respondió: “No necesita decírmelo. El diablo ya me susurró al oído eso mismo antes de dejar el púlpito”. Luego, el enemigo de las almas indujo a los impíos a que lo calumniasen y esparciesen rumores contra él por todo el País, con el fin de hacerlo abandonar su ministerio. Lo llamaban hechicero, jesuita, contrabandista, y afirmaban que vivía con una amante, que tenía dos mujeres y que sus hijos eran ilegítimos.

Encarcelamiento

Tras la restauración de la monarquía en su País con Carlos II, en 1660, los puritanos perdieron el privilegio de la libertad de culto, y se declaró ilegal toda liturgia que no estuviera de acuerdo con la Iglesia Anglicana. Bunyan, que persistió en sus prédicas prohibidas, acabó en la prisión del condado de Bedford de 1660 a 1672; aunque durante este tiempo se le permitió cierta libertad, las autoridades civiles lo sentenciaron a prisión perpetua por su ministerio, donde sólo contaba con su Biblia y el “Libro de los Mártires”, del teólogo John Fox. Podría haber tenido libertad si hubiera aceptado no pre- dicar más, pero él estaba convencido de que la predicación del Evangelio era su deber y, por lo tanto, nunca aceptó el compromiso ante las autoridades de no predicar más.

Durante los primeros 6 años de su prisión, también leía y escribía. Ese tiempo, por supuesto, era difícil, pero Dios proveyó para él y para su familia; incluso John estuvo ha- ciendo encajes que su hija ciega vendía. John también ya se había casado de nuevo en 1659 con una buena mujer cristiana llamada Elizabeth (Isabel), justo el año previo a su prisión. Y con respecto a su prisión, él nos cuenta:

“Nunca había sentido tanto la presencia de Dios a mi lado en todo instante, como después de que fui encerrado, fortaleciéndome tan tiernamente con esta o aquella Escritura, hasta el punto de que llegué a desear, si ello fuese lícito, mayores tribulaciones, con tal de recibir mayor consolación… Sin embar- go, a pesar de ese consuelo, me sentí un hombre rodeado de debilidad. La separación de mi esposa y de nuestros hijos, aquí en la prisión, se vuelve a veces como si se separase la carne de los huesos. Y esto no solamente porque me acuerdo de las tribulaciones y miserias que están sufriendo mis seres queridos, especialmente mi hijita ciega. ¡Pobre hija mía, qué triste es tu existencia en este mundo! Vas a ser maltratada; pedirás limosnas, pasarás hambre, frío, desnudez y otras calamidades ¡Oh, los sufrimientos de mi cieguita me quebrarían el corazón en pedazos! Yo también meditaba mucho sobre el horror del infierno para aquellos que temían la cruz, al punto de negarse a glorificar a Cristo, y de rechazar Sus palabras y leyes ante los hijos de los hombres. Pero mucho más pensaba sobre la gloria que Cristo preparaba para aquellos que, con amor, fe y paciencia, daban testimonio de Él. El recuerdo de estas cosas servía para disminuir la tristeza que sentía al recordar que mis seres queridos estaban sufriendo por el testimonio de Cristo”.

La suprema ironía de este confinamiento impuesto sobre un ser humano tan “insignificante”, desde una perspectiva mundana, es la gloriosa confusión de la sabiduría humana resultante cuando tal tesoro espiritual, como “El Progreso del Peregrino”, nació de este confinamiento.

Libertad y frutos 

Después que estuvo libre, fue a predicar en Bedford, Londres y muchas otras ciudades. Llegó a ser tan popular, que lo apodaron “Obispo Bunyan”. Se hizo cargo de la labor pastoral de la iglesia en Bedford, de la cual había sido miembro duran- te largo tiempo.

En una oportunidad se dice que Juan Owen, eminente teólogo, fue a oírle predicar. Cuando el rey Carlos II se enteró de esto, expresó a Owen su sorpresa de cómo un hombre de sus conocimientos hubiese ido a oír la charla de un miserable calderero. Owen respondió “Con mucho gusto daría todo mi saber por el gran poder de ese hombre”.

En otra ocasión John había de predicar en una aldea del condado de Cambridgeshire, y una gran multitud se había reunido delante de la casa en que debía celebrarse el servicio; en esos momentos pasó por allí, en su coche, un profesor célebre de la universidad de Cambridge y, al notar el gentío, preguntó a qué se debía tal reunión. Se le dijo que un calderero de Bedford predicaría en breve en aquella casa. Entonces aquel profesor, lleno de ciencia y de orgullo, descendió del vehículo, y entró en la casa diciendo: “Estoy decidido a oír charlar a este calderero”. Pero al final no fue como él se había imaginado. En lugar de ver las risas y oír las burlas hacia el predicador, las ardientes palabras tocaron las fibras de su corazón, de tal manera que se sintió profundamente conmovido durante toda la predicación, y cuando salió de allí…¡era una nueva criatura!

Los obstáculos que tenía que enfrentar eran muchos y variados; luchaba fielmente contra la tentación de vanagloriarse por el éxito de su ministerio, a fin de no caer en la condenación del diablo. Cuando cierta vez uno de sus oyentes le dijo que había predicado un buen sermón, él le respondió: “No necesita decírmelo. El diablo ya me susurró al oído eso mismo antes de dejar el púlpito”.

C.H. Spurgeon comentó sobre Bunyan: “¡Caramba, este hombre es una Biblia viviente! Podrían punzarle donde quieran, y descubrirán que su sangre es una sustancia extraña llamada ‘Biblina’, es decir, que la propia esencia de la Biblia fluye de sus venas. No puede hablar sin citar un texto bíblico, pues su alma está llena de la Palabra de Dios”.

Muerte y obra

Murió el 31 de agosto de 1688, en Londres, a consecuencia de una fuerte fiebre que contrajo luego de haber cabalgado bajo la lluvia, cuando iba de Reading a Londres, a reconciliar a un padre y su hijo pródigo. Las últimas palabras registradas fueron las siguientes:

“Mis días laboriosos han terminado. Voy a ver la Cabeza que fue coronada de espinas y la cara que fue escupida por mí. He vivido de oídas y por fe; pero ahora voy a donde viviré por la vista, y estaré con Aquél en cuya compañía me deleito; llévame, porque vengo a Ti”.

Se le atribuyen aproximadamente 59 libros, tratados y manuscritos. Doce de ellos fueron escritos mientras se encontraba en prisión. La variedad de sus escritos es muy amplia, y refleja la diversidad de sus dones pastorales. Entre ellos, sus dos obras más conocidas son: “El Progreso del Peregrino” y “Gracia abundante para el peor de los pecadores”.

Reflexión

Querido lector: ¡Cuántas veces nuestros corazones tienden a divagar perdidos entre las distracciones más vanas y ridículas! Sólo la obra de rescate del Señor, que muchas veces incluye el dolor, nos guarda.

Sal de tu comodidad, deja de vivir para ti mismo, persevera hasta el fin y sigue con la mayor fidelidad posible los pasos de Cristo, así como lo hizo este humilde hombre inculto y sin ningún tipo de instrucción, que estudió detenida, celosa y cuidadosamente su Biblia, un hombre fiel y dispuesto a sufrir por la obra de su Señor.

No desperdicies tu vida viviendo para ti mismo y la gloria, comodidad y placeres que puedas conseguir de este mundo. Recuerda esto: “No se trata de mí, ni de ti, se trata de Cristo, de lo que a Él le agrada y de lo que le trae gloria a Él”.

Como Bunyan lo describió: “Si mi vida es sin fruto, no importa quién me alabe; y si mi vida es fructífera, no importa quién me critique”.

Porque a vosotros os es concedido a causa de Cristo, no sólo que creáis en él, sino también que padezcáis por él…” (Fil. 1:29).

Bibliografía: “Gracia abundante para el peor de los pecadores” – John Bunyan “Biografías de Grandes Cristianos” – Orlando Boyer

“Biografía de John Bunyan”, de Alfredo S. Rodríguez y García

Bogotá / Colombia

Luisa Cruz

Colaboradora y escritora del ministerio Tesoros Cristianos, servidora en su iglesia local. Nacida en la ciudad de Bogotá dónde reside actualmente.