“Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador. Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo.” (Efesios 5:22-24)
Cuatro gracias son necesarias para sazonar el sometimiento de una esposa. Esta conclusión general podría aplicarse al asunto de la sumisión y, también, a la forma de la sumisión. Para que la Iglesia reconozca a Cristo como su superior, interiormente le tema, lo reverencie con sus actos, le obedezca, absteniéndose de hacer aquello que Él prohíbe, y también llevando a cabo aquello que Él ordena… hay cuatro virtudes especialmente necesarias para lograr tal efecto, con las cuales la Iglesia sazona su sometimiento a Cristo; y las esposas también pueden y deben hacer lo mismo con su sometimiento a sus esposos.
- La humildad
La humildad es esa gracia que evita que uno tenga un concepto de sí mismo más elevado de lo necesario. Si en el corazón de la esposa hay humildad, hará que tenga una mejor opinión de su esposo que de sí misma, y que esté más dispuesta a estar sujeta por completo a él. El apóstol requiere esta gracia en todos los cristianos, como si fuera la salsa general que condimenta todos los demás deberes (Fil. 2:3; Ef. 4:2), pero de una forma peculiar, sobre todo para las esposas; porque existen muchas prerrogativas correspondientes al lugar que ocupan, y que pronto las podría hacer pensar que no deberían estar sujetas, a menos que tengan una mentalidad humilde. Que la Iglesia sazona con ella su sumisión queda claro en el libro del Cantar de los Cantares, donde ella reconoce a menudo su propia humildad, y la excelencia de su Cónyuge. Por tanto, así como la Iglesia está humildemente sujeta a Cristo, que las esposas lo estén a sus maridos.
“Lo contrario es el orgullo, que hincha a las esposas y las hace pensar que no hay razón por la que deberían estar sometidas a sus maridos”. Ellas pueden gobernarse a sí mismas bastante bien, sí, y también a sus maridos, ¡como ellos lo hacen con ellas! No hay vicio más pestilente para un creyente que el orgullo. Es la causa de toda rebelión, desobediencia y deslealtad: “Ciertamente la soberbia concebirá contienda…” (Pr. 13:10).
- La sinceridad
La sinceridad es la gracia que hace que uno realmente sea por dentro lo que parece ser por fuera; esa sinceridad de corazón que se les exige, de forma expresa, a los siervos, y que puede ser aplicado a las esposas, ya que tiene que ver con todos los tipos de siervos de Dios (Ef. 6:5). Como sólo la discierne el Señor, quien escudriña todos los corazones (Hch. 1:24), la sinceridad llevará a la esposa a mantener un ojo en Dios en todo lo que hace, y a esforzarse para ser aprobada por Él por encima de todo. Aunque no hubiera ningún otro motivo en el mundo que la moviera a la sujeción, por motivos de su conciencia hacia Cristo, debería someterse. Pedro testifica sobre mujeres santas en el Antiguo Testamento, que confiaban en Dios y estaban sujetas a sus esposos (1 P. 3:5). Esto implica que la conciencia de ellas hacia Dios las hacía estar sujetas a sus esposos. ¿No estaba la sumisión de Sara sazonada de sinceridad cuando en su interior, en su corazón, llamaba señor a su esposo? (Gn. 18:12).
La humildad es esa gracia que evita que uno tenga un concepto de sí mismo más elevado de lo necesario. Si en el corazón de la esposa hay humildad, hará que tenga una mejor opinión de su esposo que de sí misma, y que esté más dispuesta a estar sujeta por completo a él.
Hay grandes razones por las cuales las esposas deberían someterse en sinceridad:
- En la sumisión a sus esposos, están tratando con Cristo, en representación del cual están Aunque sus esposos, que no son sino hombres, sólo ven el rostro y la conducta externa, Cristo ve el corazón y el carácter interior de las esposas. Aunque sus esposos sólo vean las cosas que ellas hacen delante de ellos, y sólo se enteran de las que hacen delante de otros, Cristo ve y sabe las cosas que se hacen en los lugares más secretos, donde nadie más puede estar, y sólo la esposa está enterada de ellas. Admitamos que en su conducta externa proporcionan gran contentamiento a sus esposos y los complacen de todas las maneras, pero si no hay sinceridad en ellas, ¿con qué cara comparecerán delante de Cristo? Él les pedirá cuenta por ello. Delante de Él, poco de su complemento externo les servirá.
- Aquí existe una principal diferencia entre una verdadera esposa cristiana piadosa y una mujer que es meramente natural. Esta última puede estar sujeta a su marido con un motivo ulterior, como, por ejemplo, para que su esposo pueda amarla más o para vivir de la manera más tranquila y apacible con él; o para poder obtener, con mayor facilidad, aquello que desea de manos de su esposo; o por temor a desagradarlo y enojarlo, sabiendo que es un hombre iracundo y Si ella, siendo y actuando de otro modo, no se sujetara, él podría comportarse peor con ella, pudiendo carecer entonces de muchas cosas necesarias o, peor aún, recibiendo maltrato por no ser sumisa.
Pero la mujer cristiana siente respeto por la ordenanza de Cristo, quien convierte a su esposo en su cabeza, por su Palabra y Voluntad, a través de las cuales se le ordena sumisión; así, las mujeres santas se sujetaron (1 P. 3:5). La esposa cristiana no puede ser santa si no se sujeta, porque este es el dulce aroma que Cristo disfruta cuando sube hasta Él, y el que hace que las cosas le sean agradables y aceptables.
– El beneficio de que esta virtud esté plantada en el corazón de una esposa es muy grande, y esto redunda en bien, tanto para su esposo como para ella misma. Para su esposo, será la manifestación del respeto de ella, tanto delante de los demás, a sus espaldas, como delante de él mismo en su presencia. Hará que ella le sea fiel y que ponga especial cuidado en hacer su voluntad dondequiera que él esté, sea con ella o lejos de ella. Y el bien para ella, por cuanto le ministrará un dulce consuelo interno, aun cuando su esposo no tomara nota de su sujeción o la malinterpretara o la exigiera con dureza. Pero ella podría decir como Ezequías: “…Oh Jehová, te ruego que te acuerdes ahora que he andado delante de ti en verdad y con íntegro corazón, y que he hecho lo que ha sido agradable delante de tus ojos…” (Is. 38:3).
“El disimulo y una mera sujeción complementaria externa es lo contrario a la sinceridad, cuando la esposa incluso llega a menospreciar a su marido en su corazón (como Mical hizo con David, 2 S. 6:16), pero le pone buena cara cuando él está delante.” Aunque una esposa así llevara a cabo todos los deberes mencionados con anterioridad, para Dios éstos no contarían igual, ya que se estarían haciendo con un corazón de doble ánimo, y no con sencillez de corazón.
- La alegría
La alegría es más aparente que la sinceridad y hace que la sujeción sea más agradable, no sólo a Dios, sino también al hombre, quien por sus efectos puede discernirla con facilidad.
Y es que Dios, quien hace todas las cosas de buena gana y con alegría, espera que sus hijos le sigan en esto y, por tanto, se muestren alegres. “…Dios ama al dador alegre.” (2 Co. 9:7). No sólo Dios ama al que da con alegría, sino también al que cumple así todos sus deberes para con Dios y para con el hombre.
Para los hombres, esta cualidad hace que acepten de mejor manera cualquier deber cuando observan que la esposa lo hace con alegría. Esto incluso embelesó a David de gozo, ver cómo su pueblo ofrecía sus dones de buena gana al Señor (1 Cr. 29:9-10). Cuando un esposo ve que su mujer realiza su deber con buena disposición y alegría, sentirá mayor amor hacia ella. Esta alegría se manifiesta por una realización hábil, rápida y pronta de su deber. La disposición de Sara a obedecer muestra que lo que hizo, lo llevó a cabo de buena gana. Que la Iglesia se sujeta así a Cristo es evidente en las palabras de David: “Tu pueblo se te ofrecerá voluntariamente en el día de tu poder…” (Sal. 110:3). Por tanto, así como la Iglesia está sometida a Cristo con alegría, sométanse las esposas a sus maridos, igualmente.
Pero la mujer cristiana siente respeto por la ordenanza de Cristo, quien convierte a su esposo en su cabeza, por su Palabra y Voluntad, a través de las cuales se le ordena sumisión; así, las mujeres santas se sujetaron (1 P. 3:5). La esposa cristiana no puede ser santa si no se sujeta, porque este es el dulce aroma que Cristo disfruta cuando sube hasta Él, y el que hace que las cosas le sean agradables y aceptables.
“Contraria a esta alegría es la disposición huraña de algunas esposas, las cuales se sujetan a sus esposos y los obedecen, pero con el rostro tan sombrío y agrio, con lloriqueo y murmuración, que afligen a sus esposos más por sus maneras, de lo que pueden agradarles con lo que hacen”. En esto se muestran como ante una mala vaca, la cual, habiendo proporcionado abundancia de leche, luego la tira de una patada. Semejante “sujeción” no lo es en absoluto; no puede ser aceptable ante Dios, ni provechosa para sus esposos, ni alentadora para las esposas en sus propias almas.
- La constancia
La constancia es una virtud que hace que las demás sean perfectas y establece una corona sobre ellas, sin la cual todas las demás juntas son nada. Se encuentra en aquellas esposas que, después de haber empezado bien, siguen actuando así hasta el final, recogiendo entonces el fruto de todo. Tiene que ver tanto con la continuidad sin interrupción, como con la perseverancia, sin rebelarse ni darse por vencida. Así como no basta con estar sujeta a tropezones —ofreciendo toda buena obediencia en unos momentos, pero en otros, obstinación y rebeldía—, tampoco es suficiente ser una buena esposa al principio, para resultar mala después. Debe haber un proceder diario, una perseverancia a través del tiempo, mientras marido y mujer vivan juntos. Esta gracia es mencionada en Proverbios 31:12: “Le da ella bien y no mal todos los días de su vida.” Así eran todas las santas esposas elogiadas en las Escrituras. La Iglesia añade esta gracia a todas las demás virtudes que posee y, en todas las partes de su sujeción, permanece constante y fiel hasta la muerte, llegando así a recibir por fin la recompensa de su santa obediencia, que es la plena y perfecta comunión con su Esposo, Cristo Jesús, en el Cielo. Respecto a su constancia inamovible, se dice: “…las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.” (Mt. 16:18). Por tanto, así como la Iglesia está constantemente sujeta a Cristo, que las esposas lo estén a sus maridos.
Sobre el grado de la obediencia de la esposa
La medida de la sujeción de la esposa queda establecida bajo estos términos generales: “en todo”, que no deben tomarse de forma tan absoluta, como si no admitieran restricción o limitación alguna. Y es que entonces contradecirían advertencias como éstas: “en el temor de Dios”; “como al Señor”; “en el Señor” (Ef. 5:21-22; Col. 3:18). El hombre es tan corrupto por naturaleza y de un carácter tan perverso que, con frecuencia, quiere y ordena aquello que se opone a la voluntad y al mandamiento de Dios. Cuando actúa así, debe prevalecer el principio cristiano establecido en tales casos por los apóstoles: “…Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch. 5:29).
La sujeción de la esposa no sólo respeta su práctica, sino también su juicio y su opinión; si ella es capaz de llevarlos a la legitimidad y a la funcionalidad de lo que su esposo requiere, lo hará con mucha más alegría.
La presunción de las esposas que se creen más sabias y más capaces de juzgar mejor los asuntos que sus esposos es la actitud contraria a lo que se espera de ellas. No niego que una esposa pueda tener más comprensión que su esposo; algunos hombres son muy ignorantes y sin sentido, mientras que, por otra parte, algunas mujeres están bien instruidas y, así, han alcanzado gran medida de conocimiento y discreción. Sin embargo, aunque sus maridos tengan bastante buen entendimiento —son sabios y discretos—, muchas mujeres siguen pensando que, algo que una vez concibieron como verdad, debe serlo necesariamente. Tal es su obstinación que no hay manera de convencerlas de que pueden estar equivocadas; afirman que nadie, de ningún modo, conseguirá hacerles creer que lo están, aunque todos los esposos del mundo puedan ser de otra opinión. La última conclusión acerca de que la esposa ceda en la práctica a lo que su esposo requiere, aunque en su razonamiento no piense lo mismo acerca de cómo hacerlo, es que ella tiene respeto por las cosas indiferentes o no primordiales, es decir, por aquellas que no están expresamente ordenadas ni prohibidas por Dios, como los asuntos externos al hogar, su orden, la disposición de los bienes, recibir invitados, y otros asuntos.
Pregunta: ¿No puede ella razonar con su esposo sobre las cuestiones que, en su opinión, no han sido tratadas como es debido,y esforzarse por convencerlo para que no siga presionando al respecto, intentando hacerle ver que el tema en cuestión sigue sin resolverse (según piensa ella), tal como ella lo ve?
Respuesta: Con modestia, humildad y reverencia puede hacerlo, y él debería escuchar a su esposa, como hizo el esposo de la sunamita (2 R. 4:23-24). Si a pesar de todo lo que ella pueda decir, él persiste en su decisión y quiere hacerlo a su manera, ella debería ceder. Si su esposo le ordena hacer aquello que Dios ha prohibido de manera expresa, ella no debería rendirse en modo alguno. Si lo hace, se podría considerar más bien como una conspiración conjunta del marido y su esposa contra la voluntad de Dios; como Pedro le dijo a Safira, la mujer de Ananías: “… ¿Por qué convinisteis en tentar al Espíritu del Señor?…” (Hch. 5:9). En este caso, ella debió sujetarse más bien a la voluntad de Dios, y no participar con su esposo en ese pecado que le trajo la muerte física inmediata a ambos.
Debe haber un proceder diario, una perseverancia a través del tiempo, mientras marido y mujer vivan juntos. Esta gracia es mencionada en Proverbios 31:12: “Le da ella bien y no mal todos los días de su vida.” Así eran todas las santas esposas elogiadas en las Escrituras.
En segundo lugar, que ella ceda en las cosas indiferentes o no primordiales contribuye mucho a la paz en la familia, así como el que los ciudadanos se rindan a sus gobernantes en estas cosas hace mucho por la paz de la comunidad. Y es que en las diferencias y en las disensiones, una parte debe ceder, o lo más probable es que se produzca un gran daño.
Al sujetarse a su marido, la esposa está sujeta a Cristo. Aplicando esta razón, espero que las esposas que viven bajo el Evangelio posean tanta fe y piedad como para reconocer que les conviene estar sujetas al Señor Jesucristo. Aprendan aquí, pues, una parte especial y principal de la sujeción a Cristo, que consiste en estar sujetas a sus maridos. Así mostrarán que son las esposas de Cristo el Señor, como afirma el apóstol Pedro acerca de los siervos obedientes: “…como siervos de Dios.” (1 P. 2:16).
Una vez más, espero que nadie esté tan vacío de toda fe y piedad como para negarse a someterse a Cristo. Tomemos nota aquí de que si alguna se niega, deliberadamente, a sujetarse a su marido, por ende, se estará negando a sujetarse a Cristo. Por este motivo, puedo aplicar, adecuadamente, a las esposas lo que el apóstol Pablo dice sobre los siervos: Cualquiera que se resista al poder y a la autoridad del esposo, se resiste a la ordenanza de Dios, y quien se resiste a ella, acarrea sobre sí condenación (Ro. 13:2).
Este motivo es fuerte. Si las esposas cristianas lo consideraran como es debido, estarían más dispuestas y se someterían con mucha más alegría que muchas otras; no pensarían tan a la ligera sobre el lugar del esposo, ni hablarían con tanto reproche, como hacen muchas, contra los ministros de Dios que declaran con claridad el deber que ellas tienen para con sus esposos.
Por tanto, si esta idea de la sumisión parece una píldora demasiado amarga como para tragarla y digerirla bien, dejen que sea endulzada por la Palabra de Dios, y podrán tomarla mucho mejor, y su efecto será mucho más benigno.
(Tomado y adaptado de “Portavoz de la Gracia”, # 24: “Feminidad Virtuosa” - www.chapellibrary.org)
Stratford Bow-Inglaterra/Londres
William Gouge
Fue un clérigo y autor puritano inglés. Fue ministro y predicador en St Ann Blackfriars durante 45 años, desde 1608. nació en Stratford Bow, Middlesex, el 1 de noviembre de 1575 y murió en Londres el 12 de diciembre de 1653. Poderoso en las Escrituras y la oración.