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El orgullo es una planta venenosa: envenenó a Satanás en el Cielo, envenenó a Eva y Adán en el Edén; y así, constantemente, va envenenando y matando las almas de miles de hombres hasta hoy… ¡Y seguirá haciéndolo! No es una exageración decir que detrás de la tragedia del pecado, con todas sus consecuencias, estuvo su influencia. El excesivo amor propio, la muy alta opinión que tenemos de nosotros mismos, la manera como entronizamos y adoramos nuestras cualidades, y el desprecio con el que miramos a los demás, ligado a la caída del hombre, hacen que nuestro engañoso corazón se deleite en disfrutar del maldito fruto de este árbol.
Por el contrario, nuestra alma debería alimentarse con el fruto glorioso de la humildad, fruto santo, sagrado, que proviene de nuestro Señor Jesucristo. Todos deberíamos saber que Dios está en contra de todos los soberbios, les declara la guerra y los exime de la porción de Su gracia (1 P. 5:5). Dios ama la humildad y odia el orgullo. Por esta razón es que muchos, aun entre los propios hijos de Dios, son desprovistos en su vida del fluir abundante y rico de la Gracia Divina. Nada pudiera afectar tan seriamente nuestro crecimiento espiritual, nuestra intimidad con Cristo y nuestro servicio a Dios, como el orgullo. Su veneno puede distorsionar nuestra visión, afectar nuestras prioridades, pervertir nuestras intenciones, destruir nuestras relaciones, volvernos detestables y alejarnos drásticamente de Dios y de Su gracia. Por esto no debemos menospreciar la severa advertencia: “¡Mata el orgullo que hay en ti, o él matará lo que hay de Cristo en tu vida!”
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