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Nada que no surja del amor personal a Cristo y de la comunión con Él puede tener algún valor. Podemos saber al dedillo las Escrituras; podemos predicar con notable elocuencia y fluidez, con una fluidez tal que las mentes poco experimentadas pueden muy fácilmente confundir con «poder»; pero, ¡oh, si nuestros corazones no beben profundamente de la fuente principal; si el motor que los anima no es hacer del amor de Cristo una realidad práctica, todo terminará en algo fugaz y pasajero! He aprendido a estar cada vez más insatisfecho con todo aquello que —ya en lo que respecta a mí mismo, y a los demás— no tenga que ver con una comunión permanente, profunda, divinamente labrada, y una plena conformidad, con el bendito Señor. A los caprichos personales, los detesto; a las meras opiniones, les tengo temor; a las controversias, las evito; sistemas de doctrina, teorías, escuelas de pensamiento, en una palabra, todo «ismo» lo considero carente de valor. Mi anhelo, en cambio, es conocer más de la gloriosa persona de Cristo, de su obra y de su gloria. Y entonces, ¡vivir para Él! ¡Trabajar, testificar, predicar y orar, hacerlo todo por Cristo, y mediante la obra de su gracia en nuestros corazones!
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