En un frío y oscuro calabozo se encontraba un pastor sangrando, golpeado y agotado por la tortura. Ésta era la celda reservada para los agonizantes. Había otros en la llamada “celda de la muerte”, prisioneros molidos y sufrientes, preparándose para morir. A pesar de estar sin fuerzas, el pastor Iseu les habló a los otros acerca de las bellezas del Cielo y del amor de Jesús. Su cuerpo todavía estaba en la Tierra, pero mentalmente ya estaba en el Cielo. Uno de los prisioneros era un comunista que había torturado a Iseu hasta el límite con la muerte, y ahora había caído en desgracia. Sus propios camaradas lo habían arrestado y torturado, y también estaba por encontrar su final terrenal.
El desesperado comunista despertó durante la noche, y gritó:
-¡Por favor, pastor, ore por mí! He cometido muchos crímenes. ¡No puedo morir!
El pastor, agonizante, apoyado en dos prisioneros que también estaban en la celda, se acercó hasta su torturador. Iseu acarició la cabeza del comunista, y dijo:
-Te he perdonado con todo mi corazón y te amo. Si yo, que sólo soy un pecador, te puedo amar y perdonar, mucho más puede Jesús, quien es el Hijo de Dios y que es la encarnación del amor. Regresa a Él. Él te desea mucho más de lo que tú mismo deseas ser perdonado. ¡Sólo arrepiéntete!
En la oscura celda donde la dureza y la desesperanza eran los compañeros cotidianos, el torturador encontró el más tierno afecto y la misericordia más inmerecida. El torturador le confesó todos sus asesinatos al torturado, y oraron juntos. Entonces los dos sufridos hombres se abrazaron como hermanos perdidos durante largo tiempo. El amargado, sin corazón y trágicamente solitario odiador del cristianismo, miró directamente a los maravillosos ojos del Amor… ¡y se derritió!
Y entonces él también se convirtió en un amante de Cristo. Esa noche ambos murieron. La muerte había dado la última risotada. Pero donde está el amor, es Jesús quien con seguridad triunfa.