“Y vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor.” (Ef. 6:4)
La Iglesia del Señor Jesucristo fue instituida en este mundo pecador para procurar su conversión. Hace unos dos mil años recibió de Jesús el mandato: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura.” (Mr. 16:15). La Iglesia debe su tiempo, talentos y recursos a su Señor, para cumplir su propósito. No obstante, “todo el mundo está puesto en maldad”. Pocos, comparativamente hablando, han oído el nombre de Jesús o que hay un Espíritu Santo o que existe un Dios que gobierna en la Tierra.
En esta condición moral que afecta al mundo, los seguidores de Cristo han de considerar seriamente las siguientes preguntas: “¿No tenemos algo más que hacer? ¿No hay algún gran deber que hemos pasado por alto, algún pacto que hemos hecho con nuestro Señor, el cual no hemos cumplido?” Encontraremos la respuesta si observamos a los hijos de padres cristianos, quienes han profesado dedicar todo a Dios, pero que, mayormente, han descuidado el educar a sus hijos con el propósito expreso de servir a Cristo en la extensión de Su Reino. Cierta madre cristiana, cuyo corazón está profundamente interesado en este tema, dijo: “Me temo que muchos de nosotros pensamos que nuestro deber parental se limita a labores en pro de la salvación de nuestros hijos; que hemos orado por ellos sólo para que sean salvos; los hemos instruido sólo para que sean salvos”. Pero si ardiera en nuestro corazón, como una flama inextinguible, el anhelo ferviente por la gloria de nuestro Redentor y por la salvación de las almas, las oraciones más sinceras desde su nacimiento serían que, no sólo ellos mismos sean salvos, sino que fueran instrumentos usados para salvar a otros.
En lo que respecta al servicio de Cristo, parece ser que consiste en llegar a ser creyente, profesar la fe cristiana, cuidar nuestra propia alma, mantener una buena reputación en la iglesia, querer lo mejor para la causa de Cristo, ofrendar cuanto sea conveniente para su extensión y, al final, dejar piadosamente este mundo y ser feliz en el Cielo. De este modo, “pasa una generación y viene otra” para vivir y morir de la misma manera. Y realmente la Tierra permanece para siempre, y la masa de su población sigue en ruinas si los cristianos siguen viviendo así.
Existe, pues, la necesidad de apelar a los padres de familia cristianos, en vista de la actual condición del mundo. Usted da sus oraciones y una porción de su dinero; pero, como dijera la creyente ya citada: “¿Qué padre cariñoso no ama a sus hijos más que a su dinero? ¿Y por qué no han de darse a Cristo estos tesoros vivientes?”. Este “procurar lo nuestro, no las cosas que son de Cristo” debe terminar, si es que esperamos que alguna vez el mundo se convierta. Debemos poner manos a la obra y enseñar a nuestros hijos a conducirse con fidelidad, de acuerdo con ese versículo: “…y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos.” (2 Co. 5:15).
La Iglesia debe su tiempo, talentos y recursos a su Señor, para cumplir su propósito. No obstante, “todo el mundo está puesto en maldad”. Pocos, comparativamente hablando, han oído el nombre de Jesús o que hay un Espíritu Santo o que existe un Dios que gobierna en la Tierra.
Con esto, no decimos que dedique sus hijos a la causa de la obra misionera exclusivamente, o a alguna obra de beneficencia, sino que debe dejar su designación al “Señor de la mies”. Él les asignará sus posiciones, sean públicas o privadas; o esferas de extensa o limitada influencia, según le parezca bien. Su deber es realizar todo lo que incluye el requerimiento “instruye a tus hijos en la Ley de Jehová”, con la seguridad de que llegará el momento cuando la voz del Señor diga, con respecto a cada uno: “El Señor tiene necesidad de él”, y será guiado hacia esa posición en la que al Señor le placerá bendecirlo. Y si es retirada y humilde, o pública y eminente, esté seguro de esto: Encontrará suficiente trabajo asignado a él y suficientes obligaciones designadas a él, como para mantenerlo de rodillas, buscando gracia para ser fortalecido y para pedir el empleo intenso y diligente de todos sus poderes mientras viva.
A. Preparación para servir
Por lo tanto, padres de familia cristianos, una pregunta interesante es: “¿Qué cualidades prepararán mejor a nuestros hijos para ser siervos eficaces de Cristo?” Hay muchas relacionadas con el corazón, la mente y la constitución física.
1. Ante todo piedad. Deben amar fervientemente a Cristo y Su Reino; consagrarse de corazón a Su obra y estar listos para negarse a sí mismos y sacrificarse en la obra a la cual Él puede llamarlos. Debe ser una piedad sobresaliente:
“Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo.” (Fil. 3:7).
Dijo una mujer, actualmente esposa de un misionero americano: “Hacer y recibir visitas, intercambiar saludos cordiales, ocuparse de la ropa, cultivar un jardín, leer libros buenos y entretenidos y, aun, asistir a reuniones religiosas para complacerme a mí misma, nada de esto me satisface. Quiero estar donde cada detalle se relacione, constantemente y sin reservas, con la eternidad. En el campo misionero espero encontrar pruebas y obstáculos nuevos e inesperados; aun así, escojo estar allí y, en lugar de pensar que es difícil sacrificar mi hogar y mi Patria, siento que debo volar como un pájaro hacia aquella montaña”.
Una piedad tal que brilla y anhela vivir, trabajar y sufrir para Cristo es la primera y gran cualidad para inculcar en su hijo. Es necesario actuar eficazmente para Cristo en cualquier parte, en casa o afuera; en una esfera elevada o en una humilde. El Señor Jesús no tiene trabajo adaptado a los cristianos que viven en “un pobre estado moribundo”, con el cual tantos se conforman. Es todo trabajo para aquellos que son “firmes en la gracia que es en Cristo Jesús” (2 Ti. 2:1) y están dispuestos y decididos a ser “fieles hasta la muerte” (Ap. 2:10).
2. Cualidades Es error de algunos pensar que cualidades mediocres bastan para la obra de Cristo. ¿Han de contentarse los cristianos con éstas en los negocios del Reino del Redentor, cuando los hombres del mundo no las aceptan en sus negocios? Tenga cuidado en pervertir su dependencia de la ayuda divina, confiando que la calidez de su corazón compensa su falta de conocimiento. El mandato: “Amarás al Señor tu Dios con toda tu mente” (Mr. 12:30), se aplica tanto a la obra del Señor como al amor hacia Él. Su hijo necesita una mente bien equilibrada y cultivada, tanto como necesita un corazón piadoso. No permita que sus anhelos por hacer el bien se vean frustrados debido a su negligencia en ofrecerle una educación intelectual. No estamos diciendo que envíe a todos sus hijos a la universidad y a todas sus hijas a academias para señoritas, sino que los prepare para hacer frente a las mentalidades bajo el dominio del pecado en cualquier parte, provistos de cualidades intelectuales nada despreciables.
Su deber es realizar todo lo que incluye el requerimiento “instruye a tus hijos en la Ley de Jehová”, con la seguridad de que llegará el momento cuando la voz del Señor diga, con respecto a cada uno: “El Señor tiene necesidad de él”, y será guiado hacia esa posición en la que al Señor le placerá bendecirlo.
3. Cualidades relacionadas con la constitución física. Los intereses de la Iglesia han sufrido ya bastante por el quebrantamiento físico y la muerte prematura de jóvenes que prometían mucho. No dedique un hijo débil, enfermizo, al ministerio, debido a que no sea lo suficientemente robusto como para tener un empleo o profesión secular. Nadie necesita una “salud de hierro” más que los pastores y misioneros. “Si ofrecen los cojos y enfermos en sacrificio, ¿no es esto perverso?” (Mal. 1:8). Usted tiene una hija a quien la Providencia puede llamar a los sacrificios de la vida misionera. No la críe dándole todos los caprichos, ni la deje caer en hábitos y modas que dañan la salud, ni que llegue a ser una mujer “sensible y delicada que, por su delicadeza y sensibilidad, no se aventura a poner su pie en el suelo”, que queda librada a una sensibilidad morbosa o a un temperamento nervioso lleno de altibajos. ¿Se contentaría con dar semejante ofrenda al Rey de Sion? ¿Sería una bondad para con ella, quien puede ser llamada a sufrir mucho y a quien le faltará la capacidad de resistencia, al igual que de acción, que puede ser adquirida por medio de una buena educación física? ¡No! Dedique a Cristo y a la Iglesia sus jóvenes fuertes y sus hijas preparadas para ser compañeras de los tales en las obras y los sufrimientos en nombre de Cristo.
B. Deberes de los padres
Hasta aquí las cualidades. Hablaremos ahora más particularmente de los deberes de los padres en educar a sus hijos e hijas para la obra de Cristo.
1. Ore mucho con respecto a la gran obra que tiene entre “¿Quién es suficiente para estas cosas?”, se pregunta usted. Pero Dios dice: “…Bástate mi gracia…” (2 Co. 12:9). Manténgase cerca del Trono de Gracia con el peso de este importante asunto sobre su espíritu. La mitad de su trabajo ha de hacerlo en su cámara de oración. Si falla allí, fallará en todo lo que haga fuera de ella. Tiene que contar con sabiduría de lo alto para poder formar siervos para el Altísimo. Persista en la comunión con Dios respecto al caso particular de cada uno de sus hijos. Al hacerlo, obtendrá perspectivas de su deber que nunca podría haber obtenido por medio de la sabiduría humana, y sentirá motivos que en ninguna otra parte se apreciarían debidamente. Sin duda, en el día final se revelarán los pactos o transacciones de padres de familia cristianos con Dios, respecto a sus hijos (1 S. 1:10-11), que explicarán gozosamente el secreto de su devoción y de lo útiles que fueron. Se sabrá entonces más de lo que se puede saber ahora, especialmente, en cuanto a las oraciones de las madres. Uno de nuestros periódicos consigna el dato interesante de que “de ciento veinte alumnos en uno de nuestros seminarios teológicos, cien eran el fruto de las oraciones de una madre, y fueron guiados al Salvador por los consejos de una madre”. Vean lo que puede lograr la oración; así que “… sean constantes en la oración…” (Ro. 12:12).
2. Cultive una tierna sensibilidad hacia su responsabilidad como Dios lo hace responsable por el carácter de sus hijos con relación a su fidelidad en usar los dones que le ha dado. Usted ha de “rendir cuentas” en el Día del Juicio por lo que hace o no hace, para formar correctamente el carácter de sus hijos. Puede educarlos de tal manera que, por la gracia santificadora de Dios, sean los instrumentos para salvación de cientos, sí, de miles; o que por descuidarlos, cientos, miles, se pierdan, y la sangre de ellos esté en sus manos. No puede usted deslindarse de esta responsabilidad. Debe actuar bajo ella y encontrarse con ella en el Juicio. Recuerde esto con un temor piadoso, a la vez que exhórtese en el nombre del Señor. Si es fiel en su cámara de oración y en hacer lo que allí reconoce como su deber, encontrará la gracia para sostenerlo.Y el pensamiento será delicioso, al igual que solemne: “Se me permite enseñar a estos inmortales a glorificar a Dios por medio de la salvación de las almas”.
3. Tenga usted mismo un espíritu devoto. Su alma debe estar sana y debe prosperar; debe arder con amor a Cristo y Su Reino, y todas sus enseñanzas tienen que ser avaladas por un ejemplo piadoso, si es que ha de guiar a sus hijos a vivir devotamente. Alguien le preguntó al padre de numerosos hijos, la mayoría de ellos consagrados al Señor: “¿Qué medios ha usado con sus hijos?” Él respondió: “He procurado vivir de tal manera, que les mostrara que mi propio gran propósito es ir al Cielo y llevármelos conmigo”.
Tiene que contar con sabiduría de lo alto para poder formar siervos para el Altísimo. Persista en la comunión con Dios respecto al caso particular de cada uno de sus hijos. Al hacerlo, obtendrá perspectivas de su deber que nunca podría haber obtenido por medio de la sabiduría humana, y sentirá motivos que en ninguna otra parte se apreciarían debidamente.
4. Empiece la instrucción espiritual temprano. Esté atento para ver las oportunidades para esto en todas las etapas de la niñez. Las impresiones tempranas duran toda la vida, aun cuando las posteriores desaparezcan. Dijo una misionera americana: “Recuerdo, particularmente, que cierta vez, estando yo sentada en la puerta, mi mamá se acercó y se paró junto a mí, y me habló tiernamente acerca de Dios y de asuntos relacionados con mi alma, y sus lágrimas cayeron sobre mi cabeza. Eso me convirtió en una misionera”. Richard C cil, teólogo inglés, dice: “Tuve una madre piadosa, siempre me daba consejos. Nunca me podía librar de ellos. Yo era un inconverso profeso, pero en aquel entonces, prefería ser un inconverso con compañía que estar solo. Me sentía desdichado cuando estaba solo. La influencia de los padres se aferra al hombre; lo acosa; se pone continuamente en su camino”. John Newton (autor inglés de himnos cristianos) nunca pudo quitarse las impresiones que dejaron en él las enseñanzas de su madre.
5. Procure la conversión temprana de sus hijos. Considere cada día que siguen sin Cristo como un aumento del peligro en que están y la culpa que llevan. Cuenta una misionera: “Alguien le preguntó a cierta madre que había criado a muchos hijos, todos los cuales eran creyentes consagrados, qué medios había usado para lograr su conversión. Ella respondió: ‘Sentía que, si no se convertían antes de los siete u ocho años, probablemente se perderían, y cuando llegaban a esa edad, yo me angustiaba ante la posibilidad de que pasaran impenitentes a la eternidad, y me acercaba al Señor con mi angustia. Él no rechazó mis oraciones ni me negó su misericordia”. Ore por esto. El profeta Jeremías nos exhorta:
“Levántate, da voces en la noche, al comenzar las vigilias; derrama como agua tu corazón ante la presencia del Señor; alza tus manos a Él implorando la vida de tus pequeñitos…” (Lm. 2:19). Espere el don temprano de gracia divina basado en promesas como ésta: “…mi Espíritu derramaré sobre tu generación, y mi bendición sobre tus renuevos; y brotarán entre hierba, como sauces junto a las riberas de las aguas. Este dirá: Yo soy de Jehová; el otro se llamará del nombre de Jacob, y otro escribirá con su mano: A Jehová, y se apellidará con el nombre de Israel.” (Is. 44:3-5). La historia de algunas familias es un deleitoso cumplimiento de esta promesa. Los corazones jóvenes son los mejores en los cuales echar, profunda y ampliamente, los fundamentos de una vida útil. No se puede esperar que su hijo haga nada para Cristo mientras no llegue al pie de la cruz, arrepentido, creyendo y consagrándose al Señor.
Algunos suponen que las verdades espirituales no pueden penetrar la mente del niño; que se requiere haber llegado a una edad madura para “arrepentirse y creer el Evangelio”. Por lo tanto, el niño creyente es considerado muchas veces como un prodigio, y que la gracia en un alma joven es una dispensación de la misericordia divina demasiado inusual como para esperar que suceda normalmente. “Padres”, decía cierta madre, “trabajen y oren por la conversión de sus hijos”. Hemos visto a padres llorando por la muerte de sus hijos de cuatro, cinco, seis, siete años, padres que no parecían sentir ninguna inquietud sobre si habrían muerto en un estado espiritual seguro, y ningún autoreproche por haber sido negligentes en procurar la conversión de sus hijos. Es un hecho interesante y bien serio en relación con la negligencia de los padres, que se ha sabido de niños menores de cuatro años que han sentido convicciones profundas de haber pecado contra Dios y de su estado perdido, se han arrepentido de sus pecados, han creído en Cristo, han demostrado su amor por Dios y han dado todas las evidencias de la gracia que se observan en personas adultas. El biógrafo de la Sra. Huntington cuenta que, escribiéndole ella a su hijo, “habla de tener un recuerdo vívido de una solemne consulta en su mente, a los tres años de edad, con respecto a que si en ese momento era mejor que fuera creyente o no, y que había llegado a la decisión que no”. La biografía de Janeway, y de muchos otros, apoya la idea de que la conversión en el corazón joven es un milagro, y demuestra que los padres tienen razón en preocuparse ante la posibilidad de que sus hijos pequeños mueran sin esperanza, a la vez que se les debe alentar a procurar su conversión.
“Padres”, decía cierta madre, “trabajen y oren por la conversión de sus hijos”. Hemos visto a padres llorando por la muerte de sus hijos de cuatro, cinco, seis, siete años, padres que no parecían sentir ninguna inquietud sobre si habrían muerto en un estado espiritual seguro, y ningún autoreproche por haber sido negligentes en procurar la conversión de sus hijos.
Hemos de ser cautelosos en desconfiar, sin razón, de la aparente conversión de los niños. Cuide a los pequeños discípulos cariñosa y fielmente. Sus tiernos años demandan una protección más cuidadosa y tierna. No les dé razón para decir: “Fueron negligentes conmigo porque pensaban que era demasiado pequeño para ser creyente”. Es cierto que muchas veces padres de familia y pastores se han decepcionado con niños que parecían haberse entregado al Señor. Pero el Día del Juicio posiblemente revele que ha habido, entre los adultos, más casos de decepción e hipocresía que no se han detectado, que desengaños con respecto a niños que se supone se han entregado al Señor. La niñez es más cándida que la adultez; el niño es más propenso a quitarse la máscara de la religión, si de hecho la suya es una máscara, y siendo sensible nuevamente a la convicción de pecado, quizá de veras, se convierta. El adulto, más cauteloso, engañador, atrevido en su falsa profesión de fe, usa la máscara, hace a un lado la convicción, y exclama: “Paz y seguridad”; y sigue “decente, solemne y formalmente” su descenso al infierno.
Anhele la conversión temprana de sus hijos a fin de que tengan el mayor tiempo posible en este mundo para servir a Cristo. Si “el rocío de nuestra juventud” se dedica a Dios, sin duda, con el transcurso de los años se notará una madurez proporcional en su carácter cristiano y su capacidad para realizar obras más eficaces para Cristo.
(Continúa…)
Edward W. Hooker (1794-1875)
Tomado de www.chapellibrary.org/spanish
Goshen, Connecticut / Estados Unidos
Edward W. Hooker
Nació en 1794. Fue pastor, autor, profesor de retórica e historia eclesiástica en el Seminario Teológico de East Windsor. Fue educado en el Middlebury College y en el Seminario Teológico Andover.