“Para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro…” (1 Pedro 1:7)
Para saber si nuestra fe es genuina o no, no deberíamos compararnos con otras personas; si bien la experiencia personal de otros cristianos puede ser enriquecedora, la Biblia nos da suficientes pruebas para examinar nuestra fe, comprobar si ella tiene todas las notas espirituales que contienen la melodía de la salvación y el nuevo nacimiento.
Juan escribió con este propósito: “Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna, y para que creáis en el nombre del Hijo de Dios.” (1Jn. 5:13). No son pocos los que dudan si su fe es genuina o no; de hecho, la Palabra tiene el propósito de estimularnos para que tengamos confianza y seguridad en la obra redentora de Cristo.
Este pequeño grupo de características descritas a continuación puede ayudarnos a una comprensión real de nuestra situación espiritual y a un examen profundo de nuestra fe.
– Conocimiento adecuado
“…Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo.” (Ro. 10:8-9). Este versículo se refiere al contenido de la fe, los datos o la información que el pecador debe saber para poder ser salvo. El pecador no puede ser salvo poniendo su fe en algo falso, aunque sea sincero en su creencia. Es por eso que debe tener conocimiento de quién es Cristo, de su obra, de su muerte, de su resurrección, de su exaltación y señorío.
Un conocimiento falso no produce una fe verdadera, la negación o distorsión de algunas de las verdades esenciales del Evangelio producirá un evangelio anatema. La Divinidad de Cristo, su encarnación, su muerte expiatoria, su resurrección al tercer día, su ascensión al Cielo, su inminente retorno y el Juicio Final son verdades no negociables, y son la línea de separación entre la fe verdadera y todo tipo de engaño espiritual.
El pecador no puede ser salvo poniendo su fe en algo falso, aunque sea sincero en su creencia. Es por eso que debe tener conocimiento de quién es Cristo, de su obra, de su muerte, de su resurrección, de su exaltación y señorío.
En otras palabras, este elemento tiene que acompañar nuestra fe: la doctrina correcta. Juan ya nos advertía: “Cualquiera que se extravía, y no persevera en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios; el que persevera en la doctrina de Cristo, ése sí tiene al Padre y al Hijo.” (2 Jn. 9). Esta doctrina verdadera es la enseñanza revelada en las Sagradas Escrituras, dada por los profetas, el Señor Jesucristo y por los apóstoles. Yo tengo la responsabilidad de corroborar si mi fe está enraizada en la verdad escrita de Dios en Su Palabra.
– Convicción profunda
“Porque con el corazón se cree para justicia…” (Ro. 10:10). La naturaleza de nuestra fe es una certeza profunda en el corazón. En lo íntimo de nuestro ser hay una convicción inalterable e inconmovible. Más allá de las emociones o entendimiento intelectual (aunque son incluidos), la persona ha sido convencida de su condición pecaminosa y del poder salvador de Jesucristo. Como decía el conocido reformador Martín Lutero: “Me miré a mí mismo, y vi imposible salvarme; miré a Jesús, y vi imposible perderme”. El conocido teólogo Louis Berkhof lo comentaba de la siguiente manera: “Cuando uno abraza a Cristo por la fe, lo hace con profunda convicción de la verdad y de la realidad del objeto de la fe, siente que esa fe satisface en la propia vida una necesidad sumamente importante…”
J. C. Ryle hablaba de esta misma realidad con las siguientes palabras: “Puesto que el creyente ha aceptado la obra completa y muerte de Cristo en la cruz, él cree que es considerado justo delante de Dios, y puede esperar la muerte y el Juicio Final sin miedo. Podrá tener temores y dudas. Pero pregúntele si está dispuesto a confiar en cualquier cosa o persona en vez de Cristo, y verá lo que le responderá. Pregúntele si depositaría su esperanza de vida eterna en su propia bondad, sus propias obras, sus oraciones, su guía espiritual, o su iglesia, y escuche su respuesta: “¡Por supuesto que no! “Y esta gran certeza es una evidencia que el don de la fe de Dios ha venido al corazón de un pecador dándole vida y convicción.
– Confesión verbal
“Porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.” (Ro. 10:13). La confesión verbal bíblica va mucho más allá de la repetición de una oración o la simple confesión de un pecador. Es la expresión pública de la convicción interna. Es la manifestación de un corazón donde abunda plenamente Cristo y su Espíritu. Es el testimonio al mundo visible e invisible de la transformación del corazón y de la nueva fe ya experimentada. Todo aquel que ha creído verdaderamente en Cristo no tendrá miedo de confesarlo; él irá a su familia, a sus amigos, a sus vecinos, a sus compañeros de trabajo para anunciar las Buenas Nuevas de salvación. Pablo enseñaba claramente esto: “Pero teniendo el mismo espíritu de fe, conforme a lo que está escrito: Creí, por lo cual hablé, nosotros también creemos, por lo cual también hablamos.” (2 Co. 4:13). Es una característica común de los hombres redimidos dar testimonio de su fe. Puede que en primera instancia el creyente tenga algunas dificultades para hacerlo, pero la realidad interna de su fe superará toda barrera, y él prontamente se volverá un atalaya de Cristo para todos a su alrededor.
Entonces, cuando nos encontramos fríos y despreocupados con la salvación de las personas a nuestro alrededor, cuando no hemos hecho nunca una confesión pública de nuestro amor y fe en Jesús, podemos pensar que aún estamos lejos del camino de la salvación. Como alguien decía en el pasado: “Ninguno que vaya para el Cielo, querrá ir solo”. Un buen termómetro de lo que hay en nuestro corazón son nuestras palabras; asimismo, la calidad de nuestra fe puede ser medida por la calidad de nuestra confesión pública.
– Relacionamiento íntimo
“Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él.” (Jn. 14:23). El nuevo creyente manifestará espontáneamente un nuevo tipo de relación con Dios y con Jesucristo. Él ha sido trasladado del reino de las tinieblas al Reino del Hijo amado. Antes era enemigo de Dios; ahora es un hijo amado. Antes tenía un relacionamiento distante y religioso con Dios, a quien no conocía; ahora tiene una relación íntima, secreta y profunda con su Padre Celestial. Ahora él ama a Dios, y se siente profundamente amado por Él. Antes, él rezaba repetitiva y religiosamente; ahora él ora con el corazón derramado, y sus oraciones son respondidas. Pasó de la religión externa a la comunión verdadera con el Hijo de Dios.
Todo aquel que ha creído verdaderamente en Cristo no tendrá miedo de confesarlo; él irá a su familia, a sus amigos, a sus vecinos, a sus compañeros de trabajo para anunciar las Buenas Nuevas de salvación.
Cuando nuestra fe es genuina tiene un alto porcentaje de relacionamiento con el objeto de nuestra fe, es decir, con nuestro Señor Jesucristo. Esta es una gran manera de escudriñar nuestra fe: nuestra vida de oración. Oración es relacionamiento, oración es comunión, oración es compañerismo celestial. El cristiano tiene deseos profundos de pasar tiempo con Dios, de conocerlo, de vivir para Él, de amarle, de verle glorificándose en su vida, de obedecerle. Y nada mejor que el altar de la oración para saber si hemos pasado de muerte a vida, o si aún estamos en el profundo pozo de la muerte espiritual. La fe verdadera no es pasiva, es profundamente activa. No es un relajante, es un tónico. No nos duerme; nos despierta a nuestros deberes espirituales y nos lleva generalmente a profundizar en la comunión con Dios y la oración diaria.
– Experiencia con el Espíritu Santo
“En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa.” (Ef. 1:13). El sello del Espíritu Santo nos habla de la intervención del Espíritu Santo en la vida del creyente, ahora manifestando su condición como hijo de Dios. Esta experiencia es única y definitiva en aquellos que han creído en Jesucristo. Ninguna fe es verdadera si no viene acompañada de la manifestación del Espíritu Santo, pues “…si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él.” (Ro. 8:9). El cristiano es nacido del Espíritu (Jn. 3:5-6); regenerado por el Espíritu (Tit. 3:5); sellado por el Espíritu (Ef. 1:13-14); habitado por el Espíritu (1 Co. 3:17); bautizado en el Cuerpo de Cristo por el Espíritu (1 Co. 12:13). Debe andar en el Espíritu (Gá. 5:16) y ser lleno del Espíritu (Ef. 5:18).
El efecto de esto en la vida es claramente manifestado ya que produce cambios visibles, tanto en el área moral, como en el carácter, en la manera de relacionarse con Dios, en el relacionamiento con las personas y en la misma actitud hacia el pecado. La fe verdadera produce cambios verdaderamente poderosos en nosotros. Pablo, hablando de los corintios, decía que algunos de ellos, en su pasado (antes de entregarse a Cristo), habían sido fornicarios, idólatras, adúlteros, afeminados, homosexuales, ladrones, avaros, borrachos, maldicientes y estafadores (1 Co. 6:9-11). Pero su fe en Cristo los había lavado, justificado y santificado. Así de poderoso es el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo que cambia hombres pecadores en hombres santos, quita sus vicios pecaminosos y los inclina hacia la santidad; juzga su inclinación hacia la carne y sus deseos, y los estimula a buscar y andar en las cosas del Espíritu. Esto es algo experimentado y demostrado en la vida del verdadero creyente. Ahora él tiene una nueva vida con atmósfera celestial. Juan describía esta realidad con las siguientes palabras: “Todo aquel que permanece en él, no peca; todo aquel que peca, no le ha visto, ni le ha conocido” (1 Jn. 3:6). La práctica del pecado sin arrepentimiento, confesión y abandono es una señal de que no hemos conocido a Cristo y de que nuestra fe es falsa. El borracho que sigue siendo borracho, y dice que es cristiano, está mintiendo y se está engañando a sí mismo, aunque lleve cinco años asistiendo a reuniones cristianas. El fornicario que sigue practicando la fornicación, sin experimentar arrepentimiento, nunca ha creído verdaderamente en el Evangelio.
Es cierto que el creyente no llega a ser perfecto en su conversión, y tendrá una lucha continua y constante con su vieja naturaleza y el pecado que aun mora en su carne; pero él ya no se siente satisfecho con el pecado, no le agrada; al contrario, cuando peca se siente avergonzado, sucio, deprimido y culpable. Sólo la confesión, el reconocimiento y la sangre de Cristo vuelven a traerle esa sagrada paz interior. Las ovejas pueden caer en el lodo, pero sólo los cerdos se revuelcan y lo disfrutan. Nuestros conflictos con el pecado sólo cesarán cuando estemos en la Gloria. Pero manifiesto es que la santidad y la pureza son metas a las cuales nos lleva la verdadera fe, y esta obra del Espíritu Santo es revelación de una fe genuina y poderosa.
– EL orgullo y la altivez
“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe.” (Ef. 2:8-9). Por último, sin decir que hemos agotado todos los asuntos, podría decirse que la fe genuina en el Evangelio derriba el orgullo y la justicia del hombre, llevándolo sólo a confiar con humildad en la obra de Cristo. El hombre entiende que no puede ser aplaudido por nada en cuanto a la salvación; él no demanda ningún reconocimiento, y no participa con ningún mérito; él es un indigente espiritual, carente de todo recurso y desprovisto de todo medio, y el hombre de fe verdadera lo reconoce y no tiene problema en humillarse. Louis Berkhof, comentando esto, decía: “…Consiste en una confianza personal en Cristo como Señor y Salvador, incluyendo el sometimiento a Cristo del alma que se considera culpable y manchada, y que ésta reciba y se apropie de Cristo como la fuente del perdón y de la vida espiritual”.
La fe verdadera no es pasiva, es profundamente activa. No es un relajante, es un tónico. No nos duerme; nos despierta a nuestros deberes espirituales y nos lleva generalmente a profundizar en la comunión con Dios y la oración diaria.
El conocido predicador inglés Charles Spurgeon lo explicaba de la siguiente manera: “La fe excluye toda gloria. La mano que recibe limosna no dice: ‘Me deben dar las gracias, porque he aceptado la limosna’. Esto sería absurdo. Del mismo modo, Dios ha escogido la fe para recibir el don inefable de su gracia porque no puede atribuirse ningún mérito, sino que tiene que adorar al Dios de toda gracia, que es Dispensador de toda dádiva perfecta. La fe pone la corona en la cabeza que corresponde”. Sólo Cristo puede ser coronado. Sólo Cristo debe ser glorificado. ¡Sólo Él! ¡Y tan sólo a Él sea la gloria por los siglos de los siglos! ¡Amén!
Exhortaciones Finales
Notará el lector que después de considerar algunas pocas características del calibre de una fe genuina, todos podemos examinar nuestras vidas. Este examen concienzudo delante de la verdad pueda aclararnos la clase de fe que estamos teniendo, si estamos verdaderamente en Cristo o no. Dios siempre quiere sacar al hombre de la apariencia, para llevarlo a la realidad; del engaño, para conducirlo a la vida; de la hipocresía, para llevarlo a la sincera fe en Cristo Jesús.
Aquel que ha sido señalado y juzgado por el fracaso de una fe infructífera y falsa, puede estar percibiendo un sentimiento de indignidad y muerte espiritual. Ahora, en este punto, es bueno recordar que Dios destruye nuestra confianza en nosotros mismos para que sólo confiemos en su gracia y acudamos a Él. La Palabra de Dios desenmascara al hombre, su condición, su culpa e indignidad. Y en ese contexto de densa culpa por el pecado, de desánimo y quebrantamiento, es donde la luz del Evangelio, generalmente, comienza a alumbrar. Así que podemos volvernos de todo corazón a Cristo, lavando nuestros pecados en Su Sangre, suplicando el perdón y la salvación. La oración penitente, que humilla al hombre y engrandece a Cristo y Su Palabra, abrirá siempre las puertas del Cielo para el pecador que cree y se arrepiente.
Ahora el hijo de Dios, con una verdadera fe, se sentirá estimulado y confortado al ver que su fe puede pasar por el fuego de la Palabra y salir en alabanza y victoria. Ahora puede descansar tranquilo, disfrutar de la alegría y del gozo de su salvación; él ya está preparado para ir al Cielo. Tiene una armadura para la vida presente y para la vida venidera. Puede vivir con esperanza en sus pruebas y enfrentar la muerte con todo valor. La fe, ciertamente, nos ha brindado paz, gozo y descanso espiritual.
¡Gloria y honra al Autor de nuestra fe y salvación, nuestro Señor y Salvador Jesucristo!
Bogotá / Colombia
Pablo David Santoyo
Director y fundador del ministerio Tesoros Cristianos. Nacido en la ciudad de Bogotá donde vive actualmente. Predicador, escritor y servidor en la iglesia local donde reside desde hace 18 años. Bendecido por el Señor con un matrimonio conformado por su esposa Diana Ramírez y su hija Salomé.