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Un santo anciano en su lecho de enfermo usó esta notable expresión: “Señor, húndeme en el arrepentimiento tan bajo como el infierno, pero” —y aquí va lo hermoso— “elévame en fe tan alto como el cielo”. Ahora bien, ¡el arrepentimiento que hunde al hombre tan bajo como el infierno de nada vale si no está la fe que también lo eleva tan alto como el cielo! Los dos son totalmente consecuentes, el uno con el otro. Alguien puede sentir desprecio y abominación por sí mismo, y a la vez, saber que Cristo puede salvarlo y lo ha salvado. De hecho, así es como viven los verdaderos cristianos. Se arrepienten tan amargamente por el pecado como si supieran que deberían ser condenados por él, pero se regocijan tanto en Cristo como si el pecado no fuera nada.
¡Oh, qué bendición es saber dónde se encuentran estas dos líneas, el desnudarnos de arrepentimiento y vestirnos de fe! El arrepentimiento que expulsa el pecado como un inquilino malvado y la fe que da entrada a Cristo como el único Soberano del corazón; el arrepentimiento que purga el alma de las obras muertas y la fe que llena el alma con obras vivientes; el arrepentimiento que tira abajo y la fe que levanta; el arrepentimiento que desparrama las piedras y la fe que agrupa las piedras; el arrepentimiento que establece un tiempo para llorar y la fe que ofrece un tiempo para danzar. Estas dos cosas unidas componen la obra de gracia interior por medio de la cual las almas de los hombres son salvas. Sea pues declarado como una gran verdad, escrita muy claramente en nuestro texto: el arrepentimiento que tenemos que predicar es uno conectado con la fe. Siendo así, podemos predicar a una el arrepentimiento y la fe sin ninguna dificultad…
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