ARREPENTIMIENTO: UN MENSAJE OLVIDADO

Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta  ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan” (Hch. 17:30)

Una de las verdades fundamentales que hace parte del corazón de la fe cristiana es el arrepentimiento. Esto fue la sustancia del mensaje de la Iglesia al mundo perdido y hostil. Esta fue la tarea que Jesús encomendó a sus apóstoles y a su Iglesia. Podría decirse con toda certeza que cualquier mensaje que excluya u omita el mensaje del arre­pentimiento, en esencia, no puede considerarse cristiano.

Como lo decía Matthew Henry: “La doctrina del arrepentimien­to es la doctrina correcta del evangelio. No solo el Bautista, que era considerado un hombre fuerte, sino también el dulce y amante Jesús, cuyos labios destilaban miel, predicaba el arrepentimiento”. Estas fueron las primeras palabras que Jesús pronunció en su mi­nisterio: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mt. 3:2). También los apóstoles, en su primera encomienda ministerial, advertían a sus oyentes de la misma manera: “Y saliendo, predicaban que los hombres se arrepintiesen.” (Mr. 6:12).

La apatía de la Iglesia

Tal es la oscuridad en la generación en la cual vivimos, que la misma Iglesia ha generado una apatía ante este mensaje. La Iglesia, que ha sido llamada a ser proclamadora de estas verdades, ha guardado un silencio cómplice de la maldad y el pecado en que los hombres viven. Tal omisión nos hará culpa­bles el día en que comparezcamos ante el Tribunal de Cristo.

La obra del Espíritu Santo es convencer a todos los hom­bres de sus pecados (Jn. 16:8); y la Iglesia, tristemente, re­siste esta obra y, aún peor, quiere consolar e ilusionar a los hombres diciéndoles que pueden ser salvos sin arrepenti­miento. ¡Qué gran maldad! Como Dietrich Bonhoeffer ha­blaba sobre la gracia barata que estaba inundando a la Iglesia cristiana en sus días: “La gracia barata es prometer en la predi­cación el perdón de pecados sin llamar a los hombres al arrepenti­miento”. Y no sólo es una gracia barata, es, en realidad, una distorsión o mutilación del pleno Evangelio que predicaba Jesucristo. “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acer­cado; arrepentíos, y creed en el evangelio.” (Mr. 1:15). El arrepen­timiento y la fe siempre van de la mano, no se pueden sepa­rar, porque se estaría creando un coctel doctrinal peligroso que ocasionaría el engaño de los oyentes.

La doctrina del arrepentimien­to es la doctrina correcta del evangelio. No solo el Bautista, que era considerado un hombre fuerte, sino también el dulce y amante Jesús, cuyos labios destilaban miel, predicaba el arrepentimiento”.

¡Cuántas personas hay en la actualidad que, por un evange­lio diluido y distorsionado, se rinden ante las grandes prome­sas de éxito y prosperidad personal, llenando así los lugares de culto, con una falsa profesión de fe en Cristo, sintiéndose miembros, llamándose hermanos, mas desconociendo total­mente el mensaje íntegro del Evangelio y sus frutos!

La confrontación común que hacían los apóstoles a sus oyentes es casi totalmente desconocida hoy en día. Estos hombres iban por todo el mundo enseñando a todo hombre que Dios mandaba que se arrepintieran (Hch. 17:30). Ha­blar simplemente de recibir a un “Salvador personal”, sin las debidas advertencias de abandonar el pecado y aborrecerlo, es totalmente incompatible con el mensaje general de las Sa­gradas Escrituras.

¡No importa que este mensaje ofenda! Sin arrepentimien­to nunca habrá una verdadera conversión. La fe que no in­cluye arrepentimiento no es la verdadera fe para salvación. Esto lo debe saber el mundo y, obviamente, la Iglesia. No hay salvación sin arrepentimiento; no hay perdón de pecados sin confesión y abandono; no hay vida nueva sin un juicio cer­tero en nuestro corazón en contra de nuestra antigua vana manera de vivir. El mensaje del Cielo para los hombres es: ¡Arrepentíos y creed en el Evangelio; si no, pereceréis en vuestros pe­cados!. Producid, pues, frutos dignos de arrepentimiento.Mateo 3:8

“Recibe a Jesús en tu corazón”

El evangelismo actual ha cambiado sutilmente la idea fun­damental del Evangelio; en lugar de exhortar a los pecado­res para que se arrepientan y crean, los invita a “aceptar a Cristo”. ¡Qué frase tan común en estos días! ¡Cuántas veces se ha repetido: “Te invito para que aceptes a Cristo en tu corazón!”. ¡Qué invitación más común, pero también qué in­vitación más errónea! Además de ser foránea al texto bíblico, tiene un fuerte impacto negativo al corazón del Evangelio y sus prerrogativas. Algunos pudieran estar preguntándose: “¿Por qué? Si suena tan cordial y elegante, ¿cómo puede ser antibíblico?”

El llamado del Evangelio

Los hombres no son llamados por el Evangelio a abrir su corazón a Cristo, como si Cristo necesitase ser aceptado por ellos. ¡Qué engaño! La verdad es que los hombres son los que necesitan ser aceptados por Dios. Ellos necesitan ser limpia­dos, perdonados, redimidos, y así ser recibidos por Dios en Cristo. No es la necesidad del hombre recibir a Cristo ¡No! Su necesidad es ser perdonado y recibido por Dios en Cristo. Y esto sólo sucederá si hay arrepentimiento y fe en el Evan­gelio. Ese cambio sutil de palabras tiene dimensiones extre­madamente importantes y cruciales. Este evangelio modifi­cado presenta la conversión como una “decisión personal por Cristo”, en lugar de una transformación vital del corazón que involucra la fe genuina y el arrepentimiento.

  1. Tozer, hablando de esto, decía: “La fórmula ‘Acepta a Cristo’ se ha convertido en una panacea de aplicación universal. Y creo que esto ha sido algo fatal para muchos. Muestra a Cristo re­curriendo a nosotros más que nosotros a Él. Hace que Cristo esté esperando nuestro veredicto respecto de Él, más que a nosotros arrodi­llándonos ante Él con corazones quebrantados esperando Su veredicto sobre nosotros.

El corazón del hombre

Puede meditarse en lo que dice la Escritura acerca del corazón del hombre: “¿No entendéis que todo lo que entra en la boca va al vientre, y es echado en la letrina? Pero lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto contamina al hombre. Porque del cora­zón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias.” (Mt. 15:17-19). Jesús describe de manera elocuente que la fuente de la contaminación del hombre es su propio corazón, y el profeta Jeremías dice que éste es más engañoso y más per­verso que cualquier otra cosa (Jer.17:9).

No hay salvación sin arrepentimiento; no hay perdón de pecados sin confesión y abandono; no hay vida nueva sin un juicio cer­tero en nuestro corazón en contra de nuestra antigua vana manera de vivir.

Este testimonio y la realidad evidenciada del hombre lle­van a concluir, sin lugar a dudas, que el lugar más oscuro, más sucio, más corrupto, más abominable, que existe sobre la faz de la tierra es el corazón del hombre. Allí se esconden los peores pecados, las más grandes abominaciones, lo peor del ser humano; las profundidades de Satanás se encuentran en lo profundo del ser del hombre, en su corazón. Pudiera pensar­se que la parte más oscura y mala de una ciudad es la zona de tráfico de drogas, o el sector de prostitución, o el congreso de la república, o las cárceles de alta seguridad; pero toda esa maldad materializada y visible es fruto de un lugar mucho peor: el corazón del hombre. En palabras de Jesús, una letri­na, que recibe los desechos orgánicos del cuerpo del hombre, no es tan sucia y tan contaminada como su corazón. Sólo en el día del Juicio ante el Trono Blanco, donde Dios va a juzgar a todos los hombres por los secretos de sus corazones, según el Evangelio (Ro. 2:16), se sabrá cuán malo era el corazón del hombre. ¿Cómo podemos decir que Jesús desea entrar en el corazón del hombre sin que éste se haya arrepentido primero, y sin que se haya lavado, en humillación y lágrimas, con la sangre del Cordero?

El hombre religioso

Y esto es aun cierto para aquellos que tratan de tapar su maldad con el manto de la religión y la justicia propia. Ni si­quiera todas las obras externas que las religiones promueven o los altos estándares de la moralidad secular pueden tapar la inmundicia del corazón del hombre. Cada uno puede escon­derse allí y tratar de engañar a los hombres, pero tarde o tem­prano el olor nauseabundo y los frutos detestables del pecado en el corazón saldrán a la luz. Jesús, denunciando y exponien­do esta realidad en los fariseos de su época, les decía: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque sois semejantes a se­pulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundi­cia. Así también vosotros por fuera, a la verdad, os mostráis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad.” (Mt. 23:27-28). Esta denuncia es una sentencia que ningún hombre quisiera escuchar, una sentencia de juicio. Los fariseos, con toda su indumentaria religiosa de obras, decoraban externamente sus vidas, mas interiormente su corazón era descrito como un muerto, un cadáver en estado de corrup­ción, de putrefacción. Tal es la realidad del hombre religioso o moral: él puede mostrarse hermoso por fuera, pero por dentro está lleno de hipocresía e iniquidad.

Por esto se entiende claramente que el evangelismo de nuestros días falla garrafalmente al llamar a los hombres a abrir sus “cloacas internas”, como si Jesús deseara entrar en ellas. ¡No! Primero tiene que haber limpieza, perdón, re­dención, justificación, y así entonces, y sólo entonces, Jesús puede venir, por Su Espíritu, a morar en la vida del hombre.

La obra del Evangelio

Y esta es la obra del Evangelio en la vida del hombre. Dios envía su Palabra para que los hombres, expuestos y confron­tados por la verdad, puedan reconocer su verdadera condi­ción y, en respuesta al mensaje, abandonen sus malos caminos y acudan a los brazos gloriosos de Aquel que fue verdadera­mente santo y murió en una cruz, para que por medio de Su sangre, Dios pueda otorgar perdón de pecados y “un nuevo corazón”, creado según la justicia de Dios en Cristo Jesús.

Primero tiene que haber limpieza, perdón, re­dención, justificación, y así entonces, y sólo entonces, Jesús puede venir, por Su Espíritu, a morar en la vida del hombre.

La promesa del Evangelio es la siguiente: “Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundi­cias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne.” (Ez. 36:25- 26) Dios limpiará y dará un nuevo corazón a todos aquellos que, oyendo el mensaje de salvación, se arrepientan y crean.

El anhelo en cuanto a los hombres es que se arrepientan y crean. La parte de Dios, al ver un verdadero arrepentimiento y una fe genuina, es dar vida nueva al hombre.

La invitación vana y simple de abrir el corazón en un acto decisivo y personal, acreditando este acto como crucial para salvación o no, escapa totalmente del mensaje de las Escri­turas, y es sumamente deficiente para salvar al hombre de su situación actual de condenación. La Iglesia, al silenciar el mensaje del arrepentimiento, y obviarlo, sin darse cuenta, está cerrando las puertas de los Cielos para aquellos hombres que desean entrar.

El emocionalismo y la decisión personal de un pecador de aceptar a Cristo en su corazón pueden ser tan vanos para salvación como pretender cruzar el océano Pacífico con un barco de papel. El pecador necesita un verdadero arrepenti­miento y una fe igualmente genuina en el Evangelio con todo lo que esto conlleva. Como Pedro decía y advertía a Simón el mago, siendo esta una prerrogativa para todo hombre en la faz de la tierra: “Arrepiéntete, pues, de esta tu maldad, y ruega a Dios, si quizás te sea perdonado el pensamiento de tu corazón” (Hch. 8:22).

Un pueblo sin arrepentimiento

Jesús condenó a ciudades enteras que escucharon su mensaje y fueron testigos de sus milagros y señales. Pero ¿cuál fue la razón del mensaje condenatorio de Jesús? “En­tonces comenzó a reconvenir a las ciudades en las cuales había hecho muchos de sus milagros, porque no se habían arrepentido, diciendo: ¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en vo­sotras, tiempo ha que se hubieran arrepentido en cilicio y en ceniza.” (Mt. 11:20-21).  La falta de arrepentimiento es un pecado condenable; la falta de arrepentimiento es un pecado que ex­pone al ser humano ante el horrendo juicio de Dios; la falta de arrepentimiento es un pecado que lleva a los hombres a beber la ira del Dios Santo. No piense ninguno, ¡no!, que Dios no le va a tomar en cuenta su rebelión al mandamiento que Él pronunció. Ningún hombre, ni ciudad alguna, escapa­rán de esta solemne advertencia.

Dios limpiará y dará un nuevo corazón a todos aquellos que, oyendo el mensaje de salvación, se arrepientan y crean.

¡Cuántos hoy en día piensan falsamente que pueden acer­carse a Dios y seguir viviendo en pecado, piensan que pue­den disfrutar de las bendiciones de la comunión cristiana sin abandonar el mundo y sus deseos! Tal tipo de profesión de fe es tan falsa que sólo puede ser comparada con “la profesión de fe” de Judas Iscariote, Judas el mentiroso, Judas el ava­ro, Judas el traicionero discípulo de Cristo, y quien al final manifestó su verdadera condición vendiendo al Salvador por treinta viles monedas de plata.

Se perdió el mensaje del arrepentimiento

Pensando en esto, si una generación que oyó un mensaje tan poderoso de la boca del Señor, se resistió y fue rebelde, ¿qué será de una generación como la actual, en la cual el mensaje del arrepentimiento es tan escaso, aun en el mismo púlpito cristiano? ¡Ya no hay profetas en estos días! ¡Ya nadie confronta el pecado! ¡Ya nadie habla del infierno! ¡Ya nadie condena lo malo! Y esto sí es algo que merece un arrepentimiento sincero, porque poco se está hablando de arrepen­timiento. En total acuerdo y concordancia con esto, se ci­tan las palabras del conocido predicador y escritor John F. MacArthur:

“Nos preocupa profundamente lo que está ocurriendo en la Iglesia actual. El cristianismo bíblico ha perdido su voz; la Iglesia está predicando un evangelio diseñado para apaci­guar a los pecadores en lugar de confrontarlos. Las iglesias se han convertido en negocios dedicados al entretenimien­to y al espectáculo con tal de intentar ganar al mundo. Esos métodos parecen atraer a las multitudes por un tiempo, pero no son los métodos de Dios y, por tanto, están des­tinados a fracasar. Entretanto, aquellos que se confiesan como creyentes, pero nunca se han arrepentido y apartado del pecado (y, por tanto, nunca se han aferrado a Cristo como Señor o Salvador) se están infiltrando en la Iglesia para corromperla. Debemos retornar al mensaje que Dios nos ha llamado a predicar. Necesitamos confrontar el peca­do y llamar a los pecadores al arrepentimiento (es decir, a una ruptura radical con el amor al pecado y a una búsqueda de la misericordia del Señor). Debemos levantar a Cristo como Salvador y Señor, que libera a su pueblo del castigo y del poder del pecado. Ese es, a fin de cuentas, el Evangelio que Él nos ha llamado a predicar.”

El Señor tenga misericordia de su pueblo y lo lleve de vuelta a las sendas antiguas donde pueda predicar el glorioso mensaje de Jesucristo, con todas sus prerrogativas gloriosas y santas.

Bogotá / Colombia

Pablo David Santoyo

Director y fundador del ministerio Tesoros Cristianos. Nacido en la ciudad de Bogotá donde vive actualmente. Predicador, escritor y servidor en la iglesia local donde reside desde hace 18 años. Bendecido por el Señor con un matrimonio conformado por su esposa Diana Ramírez y su hija Salomé.