“… y cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero” 1 Tesalonicenses 1: 9
Los dos últimos versículos de nuestro capítulo (1 Tesalonicenses 1:9) exigen nuestra muy especial atención. Ellos proporcionan una notable declaración de la verdadera naturaleza de la conversión. Ellos muestran, muy distintivamente, la profundidad, claridad, plenitud, y realidad de la obra del Espíritu de Dios en aquellos Tesalonicenses convertidos. No había equivocación al respecto. Llevaba sus propias credenciales con ella. No era una obra incierta. No requería un examen cuidadoso antes que pudiese ser acreditada. Se trataba de una obra de Dios manifiesta, inequívoca, cuyos frutos eran evidentes para todos. «Porque ellos mismos cuentan de nosotros cuál entrada tuvimos a vosotros; y cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero. Y esperar a su Hijo de los cielos, al cual resucitó de los muertos; a Jesús, el cual nos libró de la ira que ha de venir.» (1 Tesalonicenses 1: 9, 10 – RVR1909).
Aquí, entonces, tenemos una clara definición de la conversión – breve, pero completa. Se trata de un convertirse de, y un volverse a. Ellos se convirtieron de los ídolos. Hubo un completo rompimiento con el pasado, una actitud de dar la espalda, de una vez y para siempre, a su vida y costumbres anteriores; una renunciación completa a todos esos objetos que habían gobernado sus corazones y regido sus energías. Esos queridos Tesalonicenses fueron conducidos a juzgar, a la luz de la verdad divina, su curso previo completo, y no sólo a juzgarlo, sino a abandonarlo abiertamente. No fue un trabajo a medias. No hubo nada vago o inequívoco acerca de él. Fue una época marcada en la historia de ellos – un gran momento crucial en la carrera moral y práctica de ellos. No se trató de un mero cambio de opinión, o de la recepción de una nueva colección de principios, una cierta alteración en sus opiniones intelectuales. Fue mucho más que cualquiera o todas estas cosas. Se trató del solemne descubrimiento de que toda su pasada carrera había sido una gran, oscura, monstruosa mentira. Fue la real convicción de corazón de esto. La luz divina se había abierto paso en sus almas, y en el poder de esa luz ellos se juzgaron a ellos mismos y la totalidad de su historia previa. Hubo una renunciación a fondo de ese mundo que había gobernado hasta aquí los afectos de sus corazones; ni una pizca de él debía ser exceptuada.
«Porque ellos mismos cuentan de nosotros cuál entrada tuvimos a vosotros; y cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero. Y esperar a su Hijo de los cielos, al cual resucitó de los muertos; a Jesús, el cual nos libró de la ira que ha de venir.» (1 Tesalonicenses 1: 9, 10 – RVR1909).
Podemos preguntar, ¿y qué produjo este cambio maravilloso? Simplemente la Palabra de Dios convenció a sus almas en el gran poder del Espíritu Santo. Hemos hecho referencia al relato inspirado de la visita del apóstol a Tesalónica. Se nos dice que él «discutió con ellos basándose en las Escrituras.» (Hechos 17:2 – RVA). Él procuró traer sus almas al contacto directo con la Palabra de Dios viva y eterna. Él no trajo una mera influencia humana para imponerla sobre ellos. No hubo ningún esfuerzo para actuar sobre sus sentimientos e imaginación. El bendito obrero juzgaba que todas estas cosas eran absolutamente sin valor. No tenía confianza de ninguna clase en ellas. Su confianza estaba en la Palabra y en el Espíritu de Dios. Él asegura justamente esto a los Tesalonicenses de la manera más conmovedora, en el capítulo 2 de su epístola. «Por lo cual«, él dice, «también nosotros sin cesar damos gracias a Dios, de que cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios, la cual actúa en vosotros los creyentes.» (1 Tesalonicenses 2:13).
Esto es lo que podemos llamar un punto cardinal y vital. La Palabra de Dios, y sólo eso, en la poderosa mano del Espíritu Santo, produjo estos grandes resultados en el caso de los Tesalonicenses, quienes llenaron el corazón del amado apóstol con sincera acción de gracias a Dios. Él se regocijó que ellos no estuviesen unidos a él, sino al propio Dios vivo, por medio de Su Palabra. Este es un vínculo imperecedero. Es tan permanente como la Palabra que lo forma. La palabra del hombre es tan perecedera como él mismo; más la Palabra del Señor permanece para siempre. El apóstol, como un obrero verdadero, comprendió y sintió todo esto, y de ahí su santo celo, en todo su ministerio, para que las almas a las que él les predicaba no se apoyasen en él, de ninguna manera, en lugar de apoyarse en Aquel de quien él era mensajero y ministro.
La Palabra de Dios, y sólo eso, en la poderosa mano del Espíritu Santo, produjo estos grandes resultados en el caso de los Tesalonicenses, quienes llenaron el corazón del amado apóstol con sincera acción de gracias a Dios.
Oigan lo que él dice a los Corintios: «Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado. Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor; y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.» 1 Corintios 2: 1-5.
Aquí tenemos un verdadero ministerio – «el testimonio de Dios,» y la «demostración del Espíritu» – la Palabra y el Espíritu Santo. Toda mera influencia humana, poder humano, y los resultados producidos por la sabiduría o la energía humanas, son perfectamente inservibles. – Sí, positivamente dañinos. El obrero se envanece cuando se hace ostentación y se habla de los aparentes resultados de su obra, y las pobres almas sobre las que actúa esta falsa influencia son engañadas, y conducidas a una posición y profesión absolutamente falsas. En una palabra, la cosa completa es algo desastroso en extremo.
No es así cuando la Palabra de Dios, en su gran poder moral, y la energía del Espíritu Santo, son traídas para tener que ver con el corazón y la conciencia. Es entonces cuando vemos resultados divinos, como en el caso de los Tesalonicenses. Entonces, efectivamente, se hace evidente, más allá de todo cuestionamiento, quien es el obrero. No es Pablo, o Apolos, o Cefas, sino el propio Dios, cuya obra se acredita a sí misma, y permanecerá para siempre; ¡Toda adoración sea dada a Su Nombre santo! El apóstol no tenía necesidad de contar y publicar los resultados de su obra en Tesalónica, o más bien la obra de Dios por medio de él. Ella hablaba por sí misma. Era profunda, minuciosa, y genuina. Llevaba, con inequívoca nitidez, el sello de Dios sobre ella, y esto era absolutamente suficiente para Pablo; y es absolutamente suficiente para todo obrero sincero de corazón, y despojado de sí mismo. Pablo predicaba la Palabra, y esa Palabra convenció, en la energía vivificante del Espíritu Santo, los corazones de los Tesalonicenses. Cayó en buen terreno, echó raíz, y produjo fruto en abundancia.
Toda mera influencia humana, poder humano, y los resultados producidos por la sabiduría o la energía humanas, son perfectamente inservibles.
Y señalemos el fruto. «Os convertisteis de los ídolos.» Tenemos aquí, en una palabra, la vida completa de todo inconverso, hombre, mujer, o niño, sobre la faz de la tierra. Todo está envuelto y presentado a nuestra vista en la expresión única, «ídolos.» No es de ninguna manera necesario inclinarse ante un linaje o una piedra para ser un idólatra. Cualquier cosa que domina el corazón es un ídolo, la rendición del corazón a esa cosa es idolatría, y el que lo rinde de ese modo es un idólatra. Tal es la verdad clara, solemne, en este asunto, por muy desagradable que ella pueda ser para el orgulloso corazón humano.
Cada corazón tiene su propio ídolo. Uno adora el oro, otro adora el placer, otro adora el poder. Todo hombre no convertido es un idólatra; e incluso hombres convertidos no están fuera del alcance de las influencias idolátricas, como es evidente a partir de la nota de advertencia planteada por el venerable apóstol, «Hijitos, guardaos de los ídolos.» (1 Juan 5:21).
No es de ninguna manera necesario inclinarse ante un linaje o una piedra para ser un idólatra.
Lector, ¿permitirás que nosotros pongamos a tu consideración una pregunta clara y directa? ¿Eres tú convertido? ¿Profesas tú serlo? ¿Tomas tú el terreno de ser un Cristiano? Si es así, ¿abandonaste los ídolos? ¿Has roto realmente con el mundo, y con tu antiguo yo? ¿Ha entrado la Palabra viva de Dios en tu corazón, y te ha conducido a juzgar la totalidad de tu vida pasada, haya sido ella una vida de diversión y de irreflexiva extravagancia, una vida de laborioso enriquecimiento, una vida de vicio y maldad abominables, o una vida de mera rutina religiosa – una religión sin Cristo, sin fe, sin valor?
Di, estimado amigo, ¿cómo es? Sé completamente serio. Ten por seguro que hay una demanda urgente por una seriedad a fondo en este asunto. No podemos ocultarte el hecho de que estamos dolorosamente conscientes de la triste falta de minuciosa decisión entre nosotros. No hemos, con suficiente énfasis o claridad, abandonado los ídolos (o, convertido de los ídolos). Las viejas costumbres son retenidas; antiguas pasiones y objetivos gobiernan el corazón. El temperamento, el estilo, el espíritu, y la conducta, no indican conversión. Somos, tristemente, muy parecidos a lo que éramos antiguamente – muy parecidos a la gente abierta y confesadamente mundana a nuestro alrededor. “El Señor tenga misericordia de todos aquellos que decimos que nos hemos convertido a Cristo”.
Wicklow / Irlanda
C. H. Mackintosh
Nació en octubre de 1820 en el Condado de Wicklow, Irlanda,y falleció en noviembre de 1896 en Cheltenham, Reino Unido. Fue un predicador cristiano del siglo XIX, escritor de comentarios bíblicos, editor de revistas y miembro de los Hermanos Plymouth .