“Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen…” (Hebreos 5:8-9).
El autor de la carta a los Hebreos nos declara que aquella salvación efectuada por el Señor Jesucristo para los creyentes (los que le obedecen), por medio de Su obra redentora, no es una salvación transitoria o con límites de tiempo, como si su duración estuviera determinada por factores externos, o estuviera relacionada a cierta obra con la cual pudiéramos hacerla firme u obsoleta, sino que es eterna por causa de Su autor.
Pero, ¿qué significa que la salvación es eterna? Esta pregunta es muy importante aclararla, porque muchos han llegado a preguntarse si luego de ser salvos pueden, en algún momento o por alguna razón, llegar a perder la salvación; pues aunque la Biblia declara poderosamente que el pecador que pone su fe en Cristo “…ha pasado de muerte a vida” (Jn. 5:24), muchos son los que se preguntan si existe la posibilidad de poder pasar de la nueva vida en Cristo, a la muerte espiritual, nuevamente. Para aclarar esto, nos disponemos a examinar aquellos pasajes donde se nos habla de la eternidad de la salvación, a fin de comprender mejor su significado y hallar en ellos respuesta para estas interrogantes.
Eternidad
Para comprender mejor a qué se refieren las Escrituras cuando hablan de vida eterna, debemos comprender el significado de la palabra ‘eternidad’, en su contexto. En griego, la palabra eternidad es ‘aionios’, palabra que, tanto en el griego clásico como en las Escrituras, es usada para hacer un contraste entre aquello que pertenece al orden divino y lo que pertenece al orden del mundo creado. Eternidad es la palabra que separa la Divinidad de la humanidad, y que sólo se puede usar con toda cabalidad para referirse a Dios, quien es el único Eterno, porque describe, nada más y nada menos, que la vida de Dios; a diferencia de todo lo que pertenece a la creación, cuyo inicio fue por obra de Dios.
Las Escrituras nos dicen que:
- Dios es eterno (Ro. 16:26).
- Su poder y Su deidad son eternos (Ro. 1:20).
- Su Reino es eterno (2 1:11).
- Su Evangelio es eterno (Ap. 14:6).
Eternidad es la palabra que separa la Divinidad de la humanidad, y que sólo se puede usar con toda cabalidad para referirse a Dios, quien es el único Eterno, porque describe, nada más y nada menos, que la vida de Dios; a diferencia de todo lo que pertenece a la creación, cuyo inicio fue por obra de Dios.
La vida eterna es la vida de Dios, una vida sin principio ni fin. La vida de las criaturas (seres creados, como los hombres, o aun los ángeles), tiene un principio, por lo cual, aun cuando podamos vivir para siempre, de manera infinita, según los propósitos de Dios, sea en Su gloria, como los ángeles, o en el castigo eterno, como los impíos (Jud. 1:7), esa no es vida eterna; ésta pertenece únicamente a Dios.También debemos notar que la palabra eternidad es usada en el Nuevo Testamento para describir el Pacto Eterno que Dios ha establecido con aquellos que ha redimido mediante el sacrificio de Cristo (He. 13:20). Las moradas que aguardan al creyente en los Cielos son eternas (2 Co. 5:1).Y, principalmente, la vida que reciben los creyentes en Cristo es la vida eterna (Jn. 3:36).
La Vida Eterna
Todo lo que es propio de Dios es eterno: Sus atributos, Sus designios, Su Reino, Su juicio y Su salvación son eternos (Is. 45:17; He. 5:9). Cualquier cosa que pueda terminar, llegar a perderse, destruirse, cambiar o envejecerse con el paso del tiempo, no puede ser considerada eterna ni propia de Dios; puede ser parte de Su creación temporal, y aun infinita, pero no de Su eternidad. Por lo cual deberíamos preguntarnos lo siguiente: La vida que recibe el creyente al poner su fe en Cristo por medio del Evangelio Eterno de Dios, ¿es vida eterna? ¿O es una salvación temporal, que puede llegar a afirmarse o a perderse con el paso del tiempo?
En el Evangelio de Juan podemos ver varios pasajes que nos pueden alumbrar el entendimiento para dar una respuesta profunda a estas preguntas: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida.” (Jn.5:24). El Señor Jesucristo nos dice claramente que aquellos que oyen Su Palabra (la cual es también la Palabra del Padre), y creen este mensaje del Evangelio, han pasado ya, en tiempo presente, de muerte a vida, y esta vida es eterna ¡Así lo dice el Señor! No debemos olvidar el mensaje del Evangelio, que el que se arrepienta de sus pecados y ponga su fe en la obra expiatoria del Hijo de Dios es salvo por gracia, sin obras de justicia propia, sino por la obra justa de Dios en Su Hijo al ponerle como propiciación por nuestros pecados. Por lo cual debemos considerar la interrogante de los judíos cuando preguntaron al Señor Jesús: “¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios?” (Jn. 6:28). Esta pregunta era en respuesta a la afirmación del Señor de que ellos debían trabajar, no por el alimento temporal, sino por el que a vida eterna permanece (verso 27). Los judíos, como muchos hoy en día, creían que la vida eterna se ganaba por obras; por ello preguntaron al Señor Jesús por las obras que debían practicar para poder ganar la vida eterna, a lo cual responde el Señor: “…Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado.” (6:29), y más adelante les explica: “Y esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero.” (6:40). Vemos nuevamente que es la fe en el Hijo de Dios, conforme al Evangelio, el único requisito para tener la vida eterna; ésta no se puede ganar con obras, por lo cual debemos entender que tampoco podemos conservarla o perderla por causa de ellas. De ser así, el Señor lo hubiera aclarado o hubiera quizás agregado: “el que cree y persevera en buenas obras”, o: “el que cree y se cuida de no volver al pecado”; pero vemos cómo lo reafirma el Señor: “De cierto, de cierto os digo: El que cree en mí, tiene vida eterna.” (6:47). Si hemos creído en Jesucristo como Salvador, ciertamente tenemos vida eterna, la cual (como hemos visto antes) es la propia vida de Dios; todo lo eterno es lo propio de Dios. Si Dios nos da vida eterna por medio de la fe en Su Hijo, entonces la vida que hemos recibido de Él no tiene principio ni fin, sino que ahora el creyente vive, ya no por una vida temporal o infinita, sino por la propia vida de Dios. Por esto, la verdadera pregunta no es si podemos perder la vida eterna, una vida que no tiene principio ni fin, sino si realmente hemos creído en el Hijo de Dios para ser constituidos herederos de la vida eterna.
Todo lo que es propio de Dios es eterno: Sus atributos, Sus designios, Su Reino, Su juicio y Su salvación son eternos (Is. 45:17; He. 5:9). Cualquier cosa que pueda terminar, llegar a perderse, destruirse, cambiar o envejecerse con el paso del tiempo, no puede ser considerada eterna ni propia de Dios; puede ser parte de Su creación temporal, y aun infinita, pero no de Su eternidad.
Hijos de Dios
Al oír estos argumentos, no son pocos los que se escandalizan, pues se preguntan: ¿Cómo puede uno ser cristiano, ser salvo, y luego vivir una vida de pecado, y seguir conservando esa salvación sin sufrir ninguna consecuencia? Muchos cristianos genuinos tienen estas preguntas en sus mentes y corazones, y muchos maestros han argumentado en contra o a favor en este tema. Aun otros sufren preguntándose si ya perdieron su salvación o si pueden llegar a recuperarla.
El apóstol Juan escribió en su Primera Epístola: “Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna, y para que creáis en el nombre del Hijo de Dios.” (1 Jn. 5:13). Este es un mensaje de Dios de gran utilidad al creyente genuino que quiere tener seguridad de su salvación. Lo que Juan escribió es de testimonio para que podamos evaluarnos a nosotros mismos, a fin de saber si estamos o no en la fe que lleva a la vida eterna. Para tener un esquema claro, examinaremos 5 de estos testimonios en esta Epístola.
- Reconocer nuestros pecados
Una de las primeras evidencias de las cuales nos habla Juan para saber que tenemos vida eterna, es que un hijo de Dios no oculta que es pecador: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros.” (1 Jn. 1:8). Aquellos que carecen de la vida divina no reconocen su pecado, y aun cuando son conscientes de sus faltas, procuran ocultarlas o minimizarlas; no así el verdadero creyente. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.” (1:9); él está presto para reconocer, no sólo su pecado, sino también a Jesucristo, como el Verdadero, Fiel y Justo, por quien su pecado puede ser perdonado al reconocer su transgresión e insuficiencia, para ser también purificado de su maldad, por medio de Cristo.
- El testimonio del Espíritu Santo
El que tiene vida eterna tiene el Espíritu de Dios. “En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu.” (1 Jn. 4:13). Y es guiado por Su Espíritu (Ro. 8:14). Es por el Espíritu de Dios que recibimos el testimonio de que somos sus hijos (8:16), y “…por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (8:15). Esta es una de las pruebas más maravillosas de la vida eterna que hemos recibido en Dios, y nuestra mayor garantía de la promesa firme e indisoluble que hemos recibido en Dios en cuanto a su eterna salvación (Ef. 1:13-14).Todo verdadero creyente es consciente de esta realidad; ya no es sólo que su conciencia le acusa cuando peca, sino que el mismo Espíritu Santo le contrista cuando lo hace (Ef. 4:30), y siempre está con el creyente para guiarle y recodarle las benditas Palabras de su Salvador (Jn. 16:13).
- Una vida de obediencia
También sabemos que tenemos vida eterna cuando, como fruto de Su vida, andamos en obediencia: “Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos.” (1 Jn. 2:3). En el Evangelio de Juan (17:3) se nos dice que la vida eterna consiste en conocer al “…único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado.” Y ahora, en su Primera Epístola, Juan nos dice que podemos estar seguros de que le conocemos y tenemos vida eterna si guardamos Sus mandamientos. Debemos notar que la obediencia, y sus obras resultantes, no son aquí el requisito para tener vida eterna, sino el resultado de tenerla. Así como el tener la vida del viejo Adán resulta en una humanidad desobediente, llena de rebelión y pecado, la vida de Dios en el Nuevo Adán, que es Cristo, resulta en una vida que capacita al creyente para la obediencia a Dios. Juan también nos reafirma que el que guarda la Palabra de Dios puede tener seguridad, pues el amor de Dios se perfecciona, es decir, se demuestra, dándonos seguridad de que estamos en Él (1 Jn. 2:5). Una vida de obediencia, que aunque no sea perfecta, se va perfeccionando y va en crecimiento, caracteriza la vida del creyente, como Juan lo dice concluyentemente: “El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo.” (2:6).
Debemos notar que la obediencia, y sus obras resultantes, no son aquí el requisito para tener vida eterna, sino el resultado de tenerla. Así como el tener la vida del viejo Adán resulta en una humanidad desobediente, llena de rebelión y pecado, la vida de Dios en el Nuevo Adán, que es Cristo, resulta en una vida que capacita al creyente para la obediencia a Dios.
- Amor por los hermanos
Así como una vida de obediencia es una marca distintiva de un verdadero hijo de Dios, lo es también el amor por aquellos que, como él, tienen el Espíritu Santo y forman ahora parte de una sola familia, la familia de Dios. “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte.” (1 Jn. 3:14). El que ama a su hermano, lo cual debe ser no sólo de palabras, sino también en hechos (versos 17-18), tiene vida eterna; esto es algo que no podemos forzar o fingir, que viene de la nueva realidad, de una nueva vida regenerada en Cristo, quien no sólo espera que le amemos a Él, sino que también nos manda: “…El que ama a Dios, ame también a su hermano.” (4:21). Pues en el hecho de que Dios envió a Su Hijo es cómo conocemos Su amor (Jn. 3.16), con el cual nos amó dando Su vida para salvarnos, dándonos ejemplo de cómo amar a nuestros hermanos.
- Una vida que crece en pureza y santidad
Aquellos que han nacido de Dios pueden estar seguros de que no sólo sus pecados han sido perdonados, sino que un día, ciertamente, se presentarán delante de su Señor (1 Jn. 3:2). “Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro.” (3:3). Y esta es justamente una de las señales que nos dan seguridad de la vida eterna que hemos recibido. Una persona no salva es persistente en pecar, en la desobediencia, en la falta de amor por los hijos de Dios; en contraste, el creyente es persistente en un crecimiento, tanto en pureza como en santidad. El cristiano no es perfecto, pues ya vimos que también peca, pero su vida estará caracterizada por una santificación creciente, y no por una práctica continua del pecado (1 Jn. 3:9).
Estos son algunos de los testimonios que nos da esta epístola para que sepamos que tenemos vida eterna en Dios, diciéndonos finalmente que no es una vida perfecta, sin ninguna mancha, la que nos da la seguridad de la vida eterna: “El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo; el que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo.” (1 Jn. 5:10). Es la fe verdadera en el Hijo de Dios, conforme al Evangelio, la que nos da entrada a la vida eterna, “…y esta vida está en su Hijo.” (5:11).
Una persona no salva es persistente en pecar, en la desobediencia, en la falta de amor por los hijos de Dios; en contraste, el creyente es persistente en un crecimiento, tanto en pureza como en santidad. El cristiano no es perfecto, pues ya vimos que también peca, pero su vida estará caracterizada por una santificación creciente, y no por una práctica continua del pecado (1 Jn. 3:9).
Si estamos fallando en alguna de estas garantías que el Señor nos da para saber que tenemos Su vida, o vemos que no cumplimos perfectamente alguna de ellas, no debemos pensar de inmediato que no somos salvos, pues el creyente va en un avance progresivo en la vida eterna que ha recibido; mejor aún, debemos ocuparnos más en nuestra santificación y piedad. Pero aquellos que, examinándose, ven que todo el testimonio apunta en su contra, entonces sí deben buscar arrepentirse de sus pecados, y poner su fe en el Hijo de Dios para entonces ser salvos.
Conclusión
El Señor Jesucristo es nuestro Buen Pastor, y podemos estar seguros que como Él mismo enseñó: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen…” (Jn. 10:27), Él nos conoce, a los que somos suyos, y los suyos conocemos Su voz, y que por Su Espíritu nos guía, y Él nos da la verdadera vida: “…y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano.” (10:28). Él nos da la seguridad de la salvación eterna con la cual nos ha redimido, por lo cual nuestra confianza no está en que nuestra mano se aferra con fuerza suficiente a la de nuestro Señor, sino en que Él es quien nos tiene en Su mano con firmeza inquebrantable, y nadie nos podrá arrebatar de ella, ni de la mano de Su Padre (verso 29). La salvación eterna de Dios es segura para todo el que realmente se ha arrepentido de sus pecados y ha puesto su fe en Jesucristo, abrazando la gracia abundante de nuestro Dios.
Anímese a leer toda la Primera Epístola de Juan, examínese a la luz de las Escrituras para ver si está en la fe (2 Co. 13:5), y confíe en su suficiente Salvador. “Pues la Escritura dice: Todo aquel que en él creyere, no será avergonzado.” (Ro. 10:11).
Bogotá / Colombia
Alberto Rabinovici
Colaborador y escritor del ministerio tesoros cristianos. Nacido en Argentina, criado en Paraguay e Israel. Vive en Colombia hace 8 años donde sirve en la iglesia local donde reside. Felizmente casado con Daniela, y tiene un hijo: Natanael.